La muerte de los barrios



Unos días con la familia, durante las vacaciones de verano. Días de largos paseos por mi antiguo barrio, en una ciudad del sur de la corona metropolitana de Madrid. No importa cuál sea: lo que voy a decir valdrá exactamente igual para tantas otras. Lo que hace treinta años fue un barrio de nueva construcción a las afueras del municipio, moderno, lleno de familias jóvenes cargadas de hijos, abarrotado de pujantes comercios, con las plazas bullendo de niños que jugaban en grandes grupos a la pelota y al rescate, y de adolescentes viendo y dejándose ver, pavoneándose, entregados a los disfrutes propios de la edad; un barrio repleto de bares y cafeterías siempre hasta arriba, y de intensa actividad vecinal, con sus vitales mercados de abastos a la vieja usanza, y un prestigio (y hasta un orgullo) de “barrio nuevo”, poblado por gente que se alejaba de la capital, o estaba recién llegada de los campos de Extremadura o la Mancha, en busca de un trabajo y una vida mejores ‒trabajadores que podían permitirse esos pisos de un tamaño respetable, con plaza de garaje y membresía en el polideportivo incluidas‒; ese barrio en el que me crie y di mis primeros y atolondrados pasos en la vida; en cuyo colegio e instituto estudié ‒en clases que llegaban a ocho por curso, con cuarenta alumnos por aula‒, en cuyos parques y plazas (antaño muy bien cuidados y hoy abandonados a la maleza y la ruina) hice botellones y me moceé, y di mi primer beso y me cogí la primera borrachera; ese barrio…


Ese barrio ahora está desierto, languideciendo lentamente. Lleva al menos veinte años haciéndolo, lo cual se ha reflejado paulatinamente en su fisonomía, esculpiendo en su rostro las arrugas de la vejez y las marcas del abatimiento. Las calles y plazas están ahora casi vacías; los niños ya no corren y juegan en ellas, los adolescentes ya no miran retadores desde los portales y los bordillos en que se sentaban para charlar y presumir. Prácticamente todos los comercios han cerrado, e incluso la mayoría de bares ‒y todos los restaurantes‒; los mercados son como cementerios cubiertos de lápidas que dicen “cerrado”; hace años que la gente va a comprar a los centros comerciales, que vive dando la espalda a los negocios de sus propios vecinos. La población que permanece ha envejecido considerablemente: la gran mayoría son abuelos, jubilados hace tiempo, cuyos hijos se fueron del barrio, a nuevos barrios cada vez más lejos de la ciudad, en cuyo contorno es imposible para los jóvenes pagarse una vivienda. Una digna, al menos. En consecuencia, ya no queda juventud, ya no hay vitalidad, sólo cansancio y tristeza.


El barrio ya no vive, es el asilo donde esperan ser visitados por sus familias unos cuantos miles de pensionistas y rentistas; si llega alguna familia nueva, son inmigrantes que pueden permitírselo ‒hay dos perfiles básicos: chinos que compran bares viejos y marroquíes que abren fruterías nuevas‒, pero no se relacionan con los vecinos y no se renueva el tejido comunitario, que se pudre lentamente. Todo se va deteriorando y rompiendo, aunque cada pocos años el ayuntamiento le dé un repaso a las aceras y los asfaltos. Pero no puede hacer mucho por los locales tapiados (algunos de ellos, cada vez más, reconvertidos en viviendas baratas de mala calidad, la mayoría sin ventanas, que van extendiéndose por los antiguos bajos comerciales), los pisos con carteles de “se alquila” o “se vende” por los que nadie se interesa (éstos son demasiado caros para un barrio en el que casi nadie se quiere meter ya a vivir), o por los parques semiabandonados, cubiertos de rastrojos y con la hierba llena de calvas (muy de cuando en cuando se pasa algún jardinero, que no puede hacer milagros), con todos los bancos de madera rotos y los columpios oxidados e inertes. Los gatos callejeros dominan esas plazas, las fachadas ya no se llenan de luces de Navidad cuando se acercan las fiestas, los colegios cerraron o fueron reconvertidos en centros de ancianos o para drogadictos, y ocasionalmente algún valiente intenta abrir un negocio nuevo que suele echar la reja a los dos o tres meses. Todo es ruina, mires donde mires.


Entretanto, en otros lugares de la ciudad, se construyen edificios de viviendas nuevos, y todas las llaves están dadas antes de acabarlos. Y los muchos centros comerciales que hay a menos de diez o quince minutos en coche están a rebosar. Las familias se meten a vivir en zonas cuyas infraestructuras y comunicaciones ni siquiera funcionan aún. Pero barrios como éste ‒vieja epidermis muerta de las ciudades‒, como mi antiguo barrio, están agonizando, porque ya no son el hogar de nadie joven, porque la gente se va para no volver. Los trabajadores que en los años setenta y los ochenta podían pagar las hipotecas hoy ya no podrían; no hay continuidad generacional, la vida no tiene forma de resurgir. Y yo paseo por sus desconchadas calles y plazas, cubiertas de verdín, y no puedo sentir sino la melancolía de ver marchito el escenario de mis recuerdos de juventud.





Por D. D. Puche

Literatura | 24-08-22


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