Raíces literarias



Lo más notable para mí, intelectualmente hablando, de estos últimos meses, ha sido mi “redescubrimiento” de la literatura española barroca. Puede parecer triste, o patético, pero he tenido que llegar a los cuarenta para reencontrarme con las letras del Siglo de Oro. Al margen de las típicas lecturas escolares ‒las Coplas de Manrique, El lazarillo, Fuenteovejuna, etc.‒, de las que se suele conservar un recuerdo gris y anodino, y de otras lecturas posteriores, ya en la universidad ‒el Quijote, Gracián y demás‒, era todo un universo literario que tenía muy descuidado. Algo que está ahí, siempre presupuesto, y a lo que, precisamente por eso, no se le da una gran importancia; nunca es una prioridad. Me he pasado largos años volcado en literaturas extranjeras (alemana, inglesa, rusa, francesa) mientras hacía caso omiso de la castellana, de la que tenía una vaga e irreflexiva noción, como de algo menos sugerente, más costumbrista y obsoleto; unas letras aburridas y cualitativamente peores, carentes de la experimentación y el vanguardismo histórico de otras literaturas foráneas. Sí, claro está, reconociendo la grandeza de La celestina o el Quijote, que he tenido siempre a la altura de Shakespeare; pero como si fueran excepciones, oasis de genialidad en mitad de un desierto de indiferencia. Lo demás me daba igual y ni me planteaba leerlo. O, en todo caso, “algún día”, ese algún día que nunca llega; otras obras ‒extranjeras‒ eran más urgentes, formativa y estéticamente más relevantes.


Y, de repente, siento una especie de llamada ‒que empezó por el arquetipo literario del donjuán, a partir del cual ha venido lo demás‒, me pongo a leer una de esas obras del teatro barroco, y… no puedo parar. Me he olvidado de lo demás, y eso que tenía una cola de lecturas planeada con gran antelación, como siempre. La he interrumpido y estoy devorando con deleite las letras españolas de esa época dorada ‒también a algunos autores del Romanticismo‒. Los leo y compro, y estoy creando la sección de literatura española antes vergonzosamente inexistente en mi biblioteca, aparte de cuatro obras fundamentales. Tirso (o quienquiera que escribiera El burlador), Calderón, Lope, Espronceda, Zorrilla… los veo ahora como cimas literarias, extraordinarios en la forma literaria y en el fondo filosófico; repletos de hallazgos que no andan a la zaga de ningún Goethe o Tolstói. Y no es sólo la grandeza de sus obras, sino algo más, que establece una conexión íntima que no tengo con estos otros ‒la cual supongo que es lo que me ha atraído de tal modo‒: y es que constituyen mi literatura, la de mi lengua; son las raíces del idioma en que pienso y hablo, en que siento y escribo yo mismo. El crisol en el que se formó esta potencia que uso y soy. Y esa conexión, que involucra además una historia y unas tradiciones comunes, todo un pasado sedimentado, no la tengo con otras literaturas. Es el sustrato de la propia literatura que yo hago, el reencuentro con algo en su estado originario y naciente, pletórico de fuerza y plasticidad, del que emanan una capacidad creativa y una frescura desbordantes. Un vientre materno al que regreso.





Por D. D. Puche

Literatura | 23-01-22


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