En busca de...




   Busca algo por la ciudad, pero no sabe de qué se trata; cuanto más patea las calles, menos claro tiene lo que estaba persiguiendo. Sólo sabe que en otra época sí lo tuvo claro, pero que aquellos años de lucidez pasaron y sólo ha quedado de ellos una búsqueda vacía de objeto. A decir verdad, la propia búsqueda parece ya el objeto, agotándose en sí misma como único propósito.

   Camina por aceras en las que millones de pisadas han dejado surcos de memoria y cansancio; entre edificios cuyos ojos iluminados en la noche han presenciado infinitos encuentros y desencuentros, recorre calles y atraviesa plazas de un titánico laberinto, que conducen a todas partes, pero sin alcanzar ninguna. Da lo mismo. Las caras y cuerpos que se cruzan vagan por allí como él, cada cual con su búsqueda, seguramente todos con el mismo olvido, con esa amnesia que nos hace olvidar para qué echamos a andar en su momento.

   Como no consigue recordar qué era lo que buscaba, pero sabe que lo necesita, que es lo que le dará sentido a su vida, la cual sin ello es tierra yerma, se refiere a ese objeto de su búsqueda como el Grial. Quizá algún día lo encuentre y, en efecto, justifique retrospectivamente su vida. Quizá.

   En algún sitio tiene que estar, se repite una y otra vez; no puede ser que me haya imaginado su existencia. Eso sería absurdo

   Y, a pesar de que sabe perfectamente que lo absurdo existe, que la vida es un despropósito, prefiere seguir buscando; quiere creer que hay algo que buscar, ha decidido que es así, y ése es el motivo por el que es capaz de levantarse cada mañana. Es un acto de fe, ciertamente, aunque no sepa muy bien en qué; aunque ignore cuál es su dios. Es la persecución de algo para lo que no tiene ni siquiera nombre ‒llamarlo “Grial” es sólo una metáfora, una alentadora forma de hablar‒, pero está convencido de que lo reconocerá cuando lo encuentre. Del mismo modo, está bastante seguro de que lo encontrará, o al menos prefiere no pensar mucho en esa delicada cuestión.

   Su búsqueda de algo olvidado ‒¿en verdad supo alguna vez qué es?‒ tiene algo de estético; esa atracción hacia un propósito seguramente irreal es el significado que tiene para Enrique la belleza. Y él, al fin y al cabo, cultiva la belleza. La de las palabras. Así que le parece muy propio que su vida consista en esa búsqueda incesante. Encuentra un cierto destino trágico en ella, aunque inmediatamente intenta sacudirse esa idea de la cabeza.

   No, no tiene nada de trágico; eso no es más que una pose, un cliché muy gastado. Y esas poses pueden estar bien de cara a otros (y habría que ver ante qué otros), pero nunca ante uno mismo; no hay que creérselas, porque al final llevan a la confusión acerca de lo que uno hace y de lo que uno mismo es. No, no es nada trágico: es algo patológico, un trastorno, una compulsión. Un conflicto irresuelto en otra faceta de mi vida. Eso lo sé. Pero ¿qué más da? Saberlo no cambia nada. Uno no puede escapar de sus demonios, y éste es el mío. Mi obsesión, probablemente mi perdición. Pero lo que nos obsesiona se convierte en nuestro destino, y sólo queda seguir adelante. Qué se le va a hacer, son las cartas que nos han tocado y con las que hay que jugar la partida.

Y camina, camina fijándose en todo y en todos, sintiéndose más un observador de la vida que un partícipe en la misma. Se pregunta, al contemplar a esos desconocidos con los que se cruza en las calles y en los comercios y en su trabajo y tomando unas copas en un bar… se pregunta si ellos han encontrado un sentido a la vida, si tienen su propósito o todavía están buscándolo. Y sabe que no es así, que todo el mundo está más o menos perdido y solo y asustado, que la vida es errar de un lado para otro hasta que la muerte dé contigo y baje el telón; pero no puede evitar la sensación de que los demás saben algo que él no; que hace tiempo que sus búsquedas cesaron, porque hallaron un pequeño mundo en que vivir y lo habitaron, mientras que él se ha quedado atrás y sigue a la deriva, náufrago ansioso de avistar la costa; o tan siquiera de ser recogido por otro barco. Entiende claramente que los demás vivan como si su vida estuviera ordenada y llevara a una meta, como si hubieran descifrado el enigma, aunque de hecho no es así, porque vivir es aparentar que se vive. Sin embargo, no lo puede evitar: se ve a sí mismo como alguien inmaduro, inacabado a su edad, con una grave carencia emocional, porque no ha aprendido a fingir bien como el resto, y porque sigue buscando cuando hace tiempo que los de su quinta se asentaron y, mediante algún ritual social ‒boda, hijos, hipoteca‒, han expresado públicamente su voluntad de retirarse de la partida; han proclamado que ellos ya encontraron lo que buscaban. Habían consumado el gran rito de paso del mundo moderno, del mundo sin dioses. Ellos sabían vivir. ¿Por qué él no era capaz de fingirlo también? ¿Por qué sentía que esa posibilidad le estaba prohibida?

   ‒Debes tener hijos, Enrique. Sienta la cabeza ya de una vez, y ten hijos. Si no, te arrepentirás ‒le dice Begoña, tomando un café en una terraza de la plaza de Santa Ana.

   ‒Pero ¿por qué? ¿Por qué hay que tener hijos? ‒y se siente un necio al contestar así, porque sabe perfectamente la respuesta, sabe la inmensa privación e irresponsabilidad que dominan su existencia.

   ‒Pues… para ser feliz.

   ‒¿Para que sea feliz quién?

   ‒Tú, claro está. Para llenar el vacío de tu vida.

   ‒¿Y ellos?

   ‒¿Quiénes? ¿Tus hijos?

   ‒Sí.

   ‒¿Qué pasa con ellos?

   ‒¿Serán ellos felices? ¿No les hago la peor de las putadas trayéndolos a este mundo? O sea… ¿he de pensar en mi felicidad o en la suya? ¿Tenerlos no será más bien un acto de egoísmo?

   ‒Claro que no, qué tontería. ¿He sido yo egoísta al tener a mis dos chicos? Por supuesto que no. Es, al contrario, un acto de generosidad. Piensas todo demasiado, das vueltas muy extrañas a cosas muy sencillas. No se puede ser así, Enrique.

   ‒Ya, si lo sé…

   Y sigue bebiendo su café mientras Begoña le explica cosas que él ya sabe, en efecto, pero que preferiría no oír. Mientras, mira alrededor intentando consolarse con el desconsuelo del mundo, aunque ese día no lo consigue; la mañana es fresca y soleada, y la gente en la terraza y la que pasa por la plaza, unos de charla o distraídos y otros con aspecto atareado, parecen relativamente felices. Sabe que Begoña dice la verdad acerca de lo que hay que hacer para ser feliz, aunque sabe también que se engaña sobre los motivos, porque no es por generosidad, sino por el egoísmo que intenta justificar, por lo que trajo a sus dos chicos al mundo.





Por D+D Puche Díaz

Literatura | 6-12-23


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