Expectativas realistas



La humanidad, no cabe duda, se enfrenta a una serie de desafíos cuya respuesta no puede aplazar por más tiempo. Al margen de otras cuestiones, que o bien son coyunturales o afectan a la justicia social (pero no a la viabilidad misma de la sociedad), esos desafíos son la crisis climática, la energética y la del crecimiento económico ‒crisis del capitalismo, que ya sólo puede crear valor a costa de destruir empleo (robotización) o de explotar más a los trabajadores (“flexibilización”), lo cual conduce a un círculo vicioso en una economía basada en el consumo de masas‒. Naturalmente, un porcentaje nada desdeñable de la población considera que señalar estas amenazas (“mentiras”, como lo ha sido la covid-19) para nuestra supervivencia como sociedades desarrolladas te convierte en un “agorero”, “catastrofista”, etc., o simplemente en un propagandista del “comunismo” que quiere minar la economía occidental para que China nos gane la partida del crecimiento. Mientras tanto, los “libres” ‒o sea, los liberales‒ siguen defendiendo un crecimiento ilimitado porque dan por descontado ‒y eso cuando se paran a pensarlo‒ que se producirá un salto tecnológico salvador que lo remediará todo en el último momento, “como lo ha hecho siempre”; no entienden que, en realidad, ya hemos traspasado la línea de no retorno y que ahora se trata no de evitar desastres, sino de minimizar sus consecuencias a lo largo de este siglo que será decisivo para nuestra especie y para el planeta. Tanto unos como otros suelen estar de acuerdo en que el capitalismo resolverá todos los problemas, y naturalizan una situación histórica absolutamente inédita como si hubiéramos estado así “siempre”. Bien harían en estudiar los impactos económicos, demográficos y sociopolíticos de otros cambios climáticos más o menos súbitos (pero mucho menos intensos que el actual), como el final del óptimo climático romano (que culmina con los desastrosos eventos climáticos de los siglos V-VIII) o la Pequeña Edad del Hielo de los siglos XIV-XIX. Con ellos, todo un orden social, todo un mundo, se transformó violentamente. Y lo que se avecina tendrá, con toda probabilidad, mucho mayor alcance.


Pero las reacciones de estos “escépticos”, en suma, consisten en: a) decir que todo esto es falso (en el fondo: porque Dios no lo permitiría), o que b) la tecnología (o Dios mismo, directamente) lo evitará; o sea, pura religión, cuando no pensamiento mágico. Y, sin embargo, el problema está científicamente constatado. Quien pone la ciencia en una balanza y la religión o la magia en otra está haciendo una apuesta muy difícil, y la cuestión es si podemos permitirnos apostar sobre algo de lo que depende nuestra existencia, tal y como la hemos conocido, a unas décadas vista. Sobre este tema he hablado ya en otros sitios (como en Un pronóstico nada halagüeño), y no es ocasión de extenderme; pero sí de subrayar una idea, y es que el panorama que se abre ante nosotros es, se quiera ver como se quiera, el de una creciente gestión de la escasez. Las condiciones climáticas van a ir a peor, y ello será solidario de unos recursos naturales menguantes. Está por ver la eficiencia de las energías renovables en un futuro a medio-largo plazo, pero hoy por hoy no están demostrando la suficiencia que los más optimistas les quieren atribuir; y ello, unido a las prisas por desconectar las centrales nucleares en varios países desarrollados ‒entre ellos, fatalmente, España‒, puede llevar a graves complicaciones adicionales. La energía verde, sea como sea, no alcanza hoy en día para satisfacer una demanda creciente, debida a los países emergentes. Si juntamos las tres grandes crisis (ecológica, energética y económica) y les sumamos la creciente demografía y el consumo de estos países, es evidente que cualquier proyección de futuro realista tendrá que tomar seriamente en consideración políticas de socialización de recursos y de economía colaborativa (pero no las formas de explotación laboral hasta ahora llamadas así, sino algo totalmente distinto que distribuyera realmente trabajo y bienes crecientemente escasos). Una forma de organización social totalmente nueva y que, imposible negarlo, llevará a grandes renuncias en los países ya desarrollados, que éstos no parecen psicosocialmente preparados todavía para asumir. La inmadurez colectiva sobre este tema es terrible a estas alturas, y cuanto más se tarde en afrontar su debate seriamente, más traumáticas serán las medidas que inevitablemente habrá que tomar. Y conste que no estoy hablando de políticas de decrecimiento, que simplemente veo imposibles, sino de cómo articular modos distintos de generar y distribuir el crecimiento económico. Mucho me temo, en cualquier caso, que esa gestión de la escasez se torne poco compatible con el concepto de democracia consolidado a lo largo de siglo XX y lo que va de XXI, y que estas nuevas formas de organización sociopolítica terminarán siendo diferentes figuras de autoritarismo posdemocrático. Al fin y al cabo, hemos entendido la democracia como una gestión de la sobreabundancia, y ésta es precisamente lo que toca a su fin.





Por D. D. Puche

Filosofía | 20-11-21


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