La historia de cada cual
No solemos pensar mucho en los males de los demás, tan centrados como estamos en los nuestros; pero cada uno carga con su cruz y, ciertamente, todas pesan mucho. Es natural que miremos ante todo por lo que nos toca de cerca, pues lo contrario tampoco tendría mucho sentido, por generosos que queramos ser. No dejan de ser ciertas aquellas soberbias líneas: «Todas las vidas se acaban. Todos los corazones están rotos. Preocuparse no es una ventaja». Pero haríamos bien en recordar, de cuando en cuando, que nuestras penas tampoco son más importantes que las ajenas, y que nadie sabe el dolor que oculta cada cual.
Cuando llevas sobre las espaldas no sólo la carga de tu propia existencia, sino también la de un familiar muy próximo y muy enfermo, los mejores días vienen a ser aquellos en los que no ocurre nada particularmente malo. Es emocionalmente devastador contemplar su lento decaer físico y mental; lo segundo es casi peor que lo primero. Dedicar a esa tarea casi todos tus fines de semana, y todas tus vacaciones, porque tienes que compartir ese tremendo peso con otro familiar que ya se hace cargo el resto del tiempo ‒y que está todavía peor que tú‒, en lugar de vivir tu vida como la viven otros, supone renunciar a casi todo. Y eso durante largos, larguísimos años, que quizá hubieran sido los mejores, pero nunca lo sabrás. No importa, por lo demás, tu grado de responsabilidad, porque siempre parece que no estés haciendo lo suficiente, ni ante los demás ni ante ti mismo. Los reproches y las críticas siempre surgen, y los días, lentamente, se van envenenando y se llenan de amargura.
Mientras tanto, a terceros con los que no quedas ni haces planes en ese tiempo libre que no tienes, pero a los que tampoco les cuentas tus penas, les puede parecer que estás escapándote de todo, que vives sin compromiso alguno, liberado de cualquier vínculo social, cuando de hecho estás cumpliendo una especie de condena que no ha dictado ningún juez, por un delito que nunca has cometido. Y de vez en cuando encuentras algún momento de ocio, o puedes hacer una breve escapada, y eso es lo único que luego cuentas a los demás, o que pones en tus redes sociales, porque no quieres aburrir a nadie con historias tristes, y además la gente tiende a huir de quien las sufre como si fueran una enfermedad contagiosa ‒y, ciertamente, quizá lo sean‒. De modo que esos fugaces momentos de distensión, esos paréntesis en tu tiempo enajenado, que son los únicos que tienes para hacer algo que pueda parecer vivir, y que en cualquier caso no te alejan de tu responsabilidad, sino que suponen un escaso descanso, para los demás ‒esos para los que no puedes estar disponible‒ quedan como lo único que haces, porque ignoran todo lo que está detrás de ellos. Más reproches y más amargura. Al final, te sabe a hiel hasta el aire.
Entretanto, como vivir es resistir, y además con cierta dignidad, intentas que no se te note el peso que arrastras, la carga que te dobla las espaldas; te esfuerzas en mantenerte indolente ante los golpes del destino, e incluso te conviertes en el bufón que se ríe de la vida y de todas las desgracias, ajenas y propias; qué alternativa te queda cuando no has nacido para ser santo o mártir. Pero, en el fondo, eso es lo único que sientes: que no te quedan alternativas. Y cada día menos.
Por D+D Puche Díaz
Literatura | 17-9-24
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