La nostalgia



¿La mejor época de mi vida, esa que se evoca siempre con una dulce nostalgia y con la que medimos cualquier otra para saber cómo de buena o mala, por comparación, ha sido? Seré poco original, me temo: en mi caso fueron los años de la facultad. O, mejor dicho, de la carrera, porque en la facultad me pasé nueve años, pero los cuatro últimos, como investigador becado, no fueron ni mucho menos memorables. Pero los primeros cinco sí: conocí a un grupo de personas a las que aún hoy puedo llamar amigos, y cambié mucho, cómo no; me abrí a horizontes vitales totalmente nuevos, y tuve la suerte de hallar mi vocación ‒o sea, la filosofía, que no la docencia‒. A pesar de haber vivido hasta entonces siempre en Móstoles, que cae justo al lado, sólo en esa época descubrí Madrid, como la descubre un veinteañero con un poco de dinero en el bolsillo y ganas de hacer cosas. Como ya he dicho en alguna ocasión, la ciudad para mí significa posibilidades, y Madrid es una gran ciudad.


Tras el posterior paréntesis como investigador, que no fue especialmente agradable (aunque gracias a él pude pasar una buena temporada en Berlín, que fue muy alumbradora), retomé esos años dorados cuando saqué mi oposición a profesor de secundaria y me vine a ejercer a Extremadura; especialmente los dos primeros años, uno en Badajoz y el siguiente en Mérida. El año en Badajoz fue uno de los más divertidos de mi vida, si no el que más, y la gente que conocí allí está entre la mejor que he tratado… También fue el año de la muerte de mi padre, con el que ciertamente no tenía ningún vínculo, pero que me hizo replantearme muchas cosas… Al año siguiente, ya en Mérida, sentí una estabilidad que nunca antes había tenido; empezaba a ser el dueño de algo, y fue un año también protagonizado por algunas relaciones cuya memoria conservo, como pequeños tesoros, en cajoncitos muy valiosos de mi alma. Como profesor, he de decir, esos dos años son los únicos que recuerdo con nitidez: el resto han ido deshilachándose hasta dejar sólo cabos en mi conciencia. Después, todo ha ido declinando como suele hacerlo, con diversos altibajos: rutina, compromisos, relaciones que parecía que iban a funcionar, pero no lo hicieron… En fin, la vida


En los últimos años, y hablo de unos pocos, muy pocos, he empezado a tener esa extraña experiencia conocida como “madurar”. Es como si hubiera llegado de golpe, porque hasta hace muy poco todavía pensaba en mí como un “chaval”. Pero, a mis treinta y muchos, empecé a ver la vida de otra forma, mucho más serena y ecuánime. Comencé a valorar mejor a los demás, a comprender muchos matices que antes se me escapaban; esos insignificantes detalles que uno suele menospreciar hasta que repara en que son la sustancia misma de la vida. Cuando llega este momento, el tempo vital baja, pero lo ves todo con mayor claridad, y a mí, particularmente, ese trueque me compensa. Y es desde esta perspectiva como entiendo, al fin, que el modo en que evocamos el pasado, esos años plácidos que dejaron suave impronta, no es el recuerdo de algo objetivo, sino que lo hemos ido construyendo con la edad; y que, seguramente, años ‒y personas‒ posteriores fueron igual de buenos o incluso mejores… Sólo que no están tan distantes en la memoria como para echarlos de menos y cubrirlos con esa pátina de nostalgia. La felicidad, mucho me temo, está siempre en el recuerdo, emocionalmente poco fiable, y nunca en el momento recordado. Un recuerdo deformado y recubierto por todas las experiencias que dejaron su sedimento después.





Por D. D. Puche

Literatura | 12-07-22


Vuelve a Blog


Deja un comentario