La perspectiva barroca




   Cada vez que tengo ocasión me pierdo por las calles del Madrid de los Austrias. Camino por las calles del Barrio de las Letras y paso por la iglesia de San Sebastián, donde descansa Lope de Vega; y por la Plaza de Santa Ana, que arremolina en sus inmediaciones varios de los más importantes teatros de la ciudad; y por la colindante Plaza del Ángel, donde está la famosa floristería-jardín homónima, en tiempos un cementerio; luego deambulo por los callejones que terminan saliendo a Canalejas, y desde allí sigo caminando hasta Puerta Cerrada, donde las tabernas siempre están abiertas y el vino nunca deja de correr, bendecido por la gran cruz de piedra; allí cerca, al pie del Arco de Cuchilleros, las fachadas inclinadas de los centenarios edificios de la Cava de San Miguel, en cuyos mesones los sótanos, bajando estrechas y retorcidas escaleras, conducen a cuevas con vetustas mesas de madera entre arcos de ladrillo, donde las conversaciones animadas alrededor de unas tortillas y unas raciones de oreja se ven a veces bañadas en la música de los tunos. Y cómo no, de ahí a la Plaza Mayor, a un paso, a ver puestos de filatelia y numismática. La ciudad vieja, que estuviera dentro del recinto de la antigua muralla hoy inexistente, es orgánica, como todo lo antiguo y medieval, a diferencia de lo moderno, que es mecánico, resultado de un cálculo. Aquélla no; es intrincada, ilógica, sus callejas no son rectilíneas, sino que suben y bajan irregularmente por cuestas y escaleras separadas por terrazas de losa y adoquín, cubiertas aquí y allá de musgo e iluminadas por faroles de luz dorada.

   Por ese laberinto caótico donde parece que puedes quedar atrapado en cualquier momento ‒y no sólo en el espacio, sino también en el tiempo‒, recorro calles abarrotadas de tiendecitas y veo balcones llenos de flores, y añejos escudos señoriales cincelados en los dinteles de enormes portones de madera, y me parece que estoy en otro mundo, en una ciudad dentro de la ciudad; un reducto imperecedero de otra época, de todas las épocas, dentro de la rutilante capital de hormigón, acero y vidrio, la de las multinacionales y los bancos y las franquicias. Todo eso existe, pero está fuera de aquí, sujeto al tiempo, y pasará, como pasaron las generaciones y las celebridades de cada época, hoy ya olvidadas, cuyos nombres son lápidas holladas hasta borrar su nombre en el suelo de un templo, en las que ya nadie se fija. Pero junto a eso hay un lado eterno de las cosas, una celebración barroca de la existencia que es tanto más inmortal cuanto más conmemora el carácter pasajero de todo, el tiempo fugaz, la vida efímera simbolizada por la calavera y el reloj de arena; el devenir insaciable que es inmortalizado precisamente como tal. La conmemoración del tiempo errático y voraz es lo único que puede preservar de algún modo a sus hijos caídos, y lo hace ante todo en esos monumentos a la memoria que son, por encima de cualquier obra de arte particular, los antiguos estratos de las ciudades, esa arquitectura del tiempo.

   Es inevitable que la constatación de lo efímero vaya acompañada del lamento por brevedad de la vida, por un cierto pesimismo que constata la mortalidad, el hecho de que algún día ya no estarán ni nuestros seres queridos, los que nos han sobrevivido, y con ellos habrá desaparecido todo recuerdo de nosotros mismos, como si nunca hubiéramos existido. Todo nace para hundirse en la nada, toda creación es una condena a la destrucción mediada por lo que apenas es un suspiro. ¿Cómo no llorar, cómo no sentirse conmovido por la fragilidad de la sonrisa del niño, que en realidad ya es, simultáneamente, un viejo postrado en su lecho de muerte? Pues el tiempo que separa ambos instantes es una ilusión, un producto de nuestra percepción finita de la realidad, del velo que enmascara lo terrible tras las formas y el movimiento, ocultándonos la eternidad en que todo ha pasado ya, en que todas las combinaciones se han dado; el punto de vista divino, desde el que la cuna y la sepultura son en realidad una misma cosa.

   Todo esto lo veo y lo siento, lo sufro, en mi recorrido ‒tan sólo aparente‒ por las calles del Madrid viejo, por las iglesias y los mercados y los callejones iluminados por trémulas luces donde apenas hace un momento moraban las gentes del Madrid de aquel Imperio decadente de Cervantes y Quevedo, o del Madrid de ruina y miseria y de tímida esperanza en la bondad humana de Galdós; los evoco como si estuviera yo mismo ahí, cuando me asomo a la tapia de un viejo jardín crepuscular o contemplo las grandes puertas, coronadas por viejos apellidos cincelados en la piedra de la fachada, de un palacete señorial hoy reconvertido en biblioteca pública. Nada es real salvo el ahora en que todo ocurre, pasado, presente y futuro; tan sólo nuestra perspectiva nos oculta este hecho, cegándonos con la temporalidad. Por contra, el punto de vista divino es ese en que intuimos breve pero claramente la eternidad; la contemplación desapasionada de la muerte, la memoria de lo que será y el anticipo de lo que fue, pues todo futuro nuestro es el pasado de otros, y viceversa; desde ese punto de vista, las infinitas posibilidades que parecían desplegarse se consumieron ya en un único hilo, y éste finalmente fue (habrá sido) cortado. “Ha sido” y “será” son en realidad sinónimos, ilusiones; una única verdad: “es”, o sea, el ser, tan impersonal e inhumano, tan incomprensible para nuestra finitud que sólo puede ver las cosas desde un punto de vista, permanentemente cambiante, cada vez.

   Y todo esto me conduce hasta una idea, y es que las ciudades ‒las partes antiguas de las ciudades, se entiende‒ son mapas en el sentido más literal: la ciudad física es la cartografía de la ciudad interior, del espíritu, que se ha ido plasmando de forma inconsciente en ese supremo arte que es el urbanismo, la erección del espacio humano, la composición de sinfonías de piedra. Ese espacio exterior así conformado es el reflejo del espacio interior; la extensión es una analogía de la intensión, de los espacios psíquicos, teológicos, metafísicos que constituyen el mundo humano, un sistema de localizaciones y direcciones, de conexiones y atajos entre las partes del alma; del alma de cada cual, que está forjada en el mismo crisol colectivo y por tanto obedece al mismo sistema de referencias y correspondencias, microcosmos y macrocosmos. Esto, sin embargo, no ocurre con las ciudades modernas, totalmente conscientes de sí mismas, racionales, geométricas, planificadas; y eso marca una ruptura en el espíritu, una desconexión de sí mismo del ser humano. Habitamos en ciudades que ya no reflejan el alma, la interioridad que trasciende simbólicamente las cosas, y por eso nos sentimos “como en casa” cuando regresamos a las ciudades ‒o a los estratos de ellas‒ medievales, renacentistas, barrocas. Esa posibilidad de retorno se acaba, no obstante, con el neoclasicismo, con la Ilustración, matriz de lo contemporáneo. Con éste, el arte se vuelve estética, autorreflexión intelectualizada del artista, y deja de ser (¿definitivamente?) la plasmación de lo irreflexivo colectivo.

   Hasta esa época, y por última vez con lo barroco, lo espiritual y eterno había quedado esculpido en el arte, la máscara del tiempo. Pero también éste desaparecerá, porque es casi tan perecedero como aquello que inmortaliza; el arte es una forma de pseudoinmortalidad, pues los monumentos a la memoria que son sus obras también perecerán y serán olvidados. No obstante, queda lo grandioso del empeño; lo triste y fútil, pero a la vez épico, de reclamar la inmortalidad, y el consuelo de que en la eternidad todo lo pasado es presente, está siendo ahora mismo. Quizá sea ésta la máxima lección del pesimismo barroco, el último gran intento de rasgar el velo de la apariencia, del tiempo.





Por D+D Puche Díaz

Filosofía | 17-11-23


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