Lenguaje y salud mental



A nadie debería extrañarle que el desajuste entre el lenguaje y la realidad que reina hoy en día, promovido política y mediáticamente, sea una de las principales causas de las cada vez mayores disonancias cognitivas que se extienden entre la población de los países desarrollados ‒alfabetizados y supuestamente formados‒. Dichas disonancias enturbian completamente la esfera de las relaciones sociales y políticas y polarizan a la población en “nichos de información”, frentes de batalla de opinión, cada vez más herméticos y excluyentes. Pero, más allá de eso, también creo ‒y esto sería mucho más digno de atención‒ que aquel desajuste es una de las principales causas de los problemas emocionales que se están cebando con dicha población. Y estos problemas surten patentes efectos sobre su salud mental; están, de hecho, asolando los países metidos de lleno en eso que llamamos la “sociedad de la información” y la “cultura de masas”, en los cuales las patologías mentales son ya mucho más preocupantes que las físicas (que son las acuciantes en los países subdesarrollados). No sólo eso: lo hacen especialmente en los países con “democracias liberales”, donde la manipulación de la información y la intervención sobre el lenguaje son considerablemente más intensas que en los países “autoritarios”, más proclives a la simple y llana censura informativa.

 


En otras palabras: el uso cada vez más abusivo y arbitrario del lenguaje contribuye a volvernos “locos”, nos aleja de la realidad y nos sumerge en burbujas cada vez más densas de psicosis colectiva, delirios paranoides, angustia existencial, etc. Insisto en que no es ésta la causa única, por supuesto, pero sí una concomitante, y de gran importancia. Y a esta tesis que sostengo le subyacen dos presupuestos, que aquí me resulta imposible justificar, pues el asunto es extenso y muy complejo (en otros lugares he empezado a hacerlo): el primero es que la significación del lenguaje no se define solamente, ni en primer lugar, por el uso, sino que responde a una red de asociaciones inconsciente, mucho más profunda y jamás decidida arbitrariamente por los hablantes ‒ni, por tanto, por los “ingenieros lingüísticos” que pretenden intervenirlo‒; el segundo es que la realidad no es una “construcción lingüística”, sino que hay una aprehensión intuitiva de la misma anterior al propio lenguaje, el cual la estructura y traduce, pero se asienta sobre una base sensorial y somática previa que define la “aceptabilidad” de dichas construcciones lingüísticas. Y así, entre ambos presupuestos se establece un marco de credibilidad que, nos apercibamos de ello o no, sabemos violentada, de modo que el organismo reacciona (se defiende) ante tal distorsión como lo hace ante la mentira en general, con reacciones mentales y fisiológicas que oscilan considerablemente entre individuos, pero que pueden llegar a generar efectos psicosomáticos como los antes descritos.

 


Quiero decir con esto que nuestro cerebro detecta que el lenguaje no se corresponde con la realidad, y enfermamos por ello, porque en un nivel profundo no aceptamos vivir así, ni siquiera cuando nos gustaría o nos interesaría vivir según esas “divergencias ontológicas”. La exigencia de adaptación al medio (“realidad”) se impone en última instancia al principio de placer, a la (auto)sugestión, a la mentira emocionalmente satisfactoria. Y así, en la sociedad de la “posverdad”, cada vez estamos peor. Porque hablar es revelar la verdad; y cuando sistemáticamente se ha convertido en velarla, y tenemos una clara intuición ‒aunque no un conocimiento‒ de ello, no podemos vivir sanos, ni felices. Que en el fondo es lo mismo.





Por D. D. Puche

Filosofía | 08-08-22


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