Lo que el Romanticismo sí fue (III)
[Lee la Parte I] Por mucho que queramos considerarlo “superado”, el espectacular período que abarca el final del siglo XVIII y la primera mitad del XIX gestó nuestro espíritu “contemporáneo” y sigue ejerciendo una enorme influencia sobre él; podría decirse que somos, todavía, hijos de aquella época, si bien con una tecnología ‒tras cinco Revoluciones industriales‒ enormemente disruptiva, la cual provoca inevitables contradicciones con unos ideales y proyectos vitales que, no obstante, siguen procediendo en lo esencial de aquel entonces. De hecho, como la primera Revolución industrial sentó las bases de los nuevos tiempos que en ese momento comenzaban ‒marcando a fuego la nueva forma de pensar, de sentir y de actuar‒, podríamos decir que el gran dilema vital al que todavía hoy nos enfrentamos procede de entonces (estaba ya expresamente formulado por la intelectualidad y el arte de la época), y con todo nuestro progreso tecnocientífico y las consiguientes transformaciones sociopolíticas posteriores, no hacemos sino darle vueltas al mismo problema, intentando inútilmente ‒por lo menos, de momento‒ ir más allá de los términos en que quedó establecido, sólo para recaer una y otra vez a los mismos.
Pues, por un lado, tenemos ‒y, en mayor o menor medida, formamos parte de‒ una visión del mundo romántica que se caracteriza por: a) sus aspiraciones metafísicas, orientadas al encuentro con una realidad profunda, las cuales son inseparables de b) un ideal de trascendencia, de superación de las limitaciones de lo cotidiano (profano, prosaico); y, en consonancia con ello, tenemos c) una búsqueda de la integración de lo dado en identidades fuertes (ya sean individuales o colectivas), un afán de síntesis, de unificación de todos los fenómenos, carentes por sí solos de sentido, bajo un mismo principio ontológico; y si hay una filosofía que ha servido a este propósito, es d) el idealismo, cuya génesis es pareja a la del propio Romanticismo, y parte como éste de la autoposición de la subjetividad como sustrato universal.
Ahora bien, por otro lado encontramos la tendencia contrapuesta a la romántica, la reacción que supuso el Realismo, el cual le disputa ‒desde el siglo XIX y hasta hoy‒ el corazón y la mente del hombre occidental contemporáneo, cuya mentalidad conforma en no menor medida que aquélla. La visión del mundo realista opone a las anteriores otra serie de características, de modo correlativo, a saber: a’) su vocación claramente empirista, que sólo se conforma con la verificación práctica de los hechos y rechaza toda especulación que no sea comprobable; de ello se deriva b’) una exigencia de inmanencia, que niega (o es indiferente a) todo aquello más allá del alcance de los sentidos y, en general, de nuestra constitución orgánica; esto se compadece con c’) la tendencia a la disolución de lo dado en simple experiencia, lo cual concede la primacía al análisis, a la enumeración y clasificación de la innegable multiplicidad de los fenómenos, de los cuales se buscan leyes científicas; la filosofía propia de esta cosmovisión es d’) el materialismo, que recibe ahora un nuevo impulso histórico (extendiéndose de lo natural también a lo social) en su demanda de explicaciones totalmente objetivas de la realidad.
Nuestra “sustancia”, en cuanto occidentales contemporáneos, aquello que somos en un nivel profundo e insoslayable, por mucho desdén o pretendida “superación” de tal alternativa que imposte el pensamiento posmodernista, es la basculación constante entre ambos extremos, el romántico y el realista; el movimiento oscilante que, tan pronto se ha demorado demasiado ‒un par de generaciones como mucho‒ en uno de ellos, ya anhela regresar al otro, en el que ve la solución de los excesos y la fatiga del actual. Y así, una y otra vez, en los últimos doscientos años; y cada vez que se produce uno de esos cambios de tendencia, se asume que será el último, que es el camino por el que se decanta definitivamente la historia… para luego girar en el sentido opuesto, en una dialéctica que, no obstante, va dejando caer frutos (intelectuales, artísticos, políticos, jurídicos, etc.) de los que se benefician y servirán ambas almas enfrentadas. Ése y no otro es nuestro mundo. Uno en que se da un proyecto conflictivo que podríamos describir, en términos un tanto líricos que ya he empleado en alguna otra ocasión, como la pugna entre lo telúrico y lo celeste, entre lo titánico y lo olímpico. La rehabilitación del perpetuo litigio entre lo antiguo y lo nuevo, que resurge en cada época con diferentes nombres.
Y, en su actual forma, éste es nuestro “destino histórico”, por lo menos hasta que surja una nueva “postura cultural fundamental” (decir “proyecto” implicaría ya una artificiosidad, una intencionalidad y unidad de dirección, que no suelen darse o, cuando lo hacen, suelen fracasar, pues les falta el componente orgánico, un tanto azaroso y pese a ello convergente, que posee todo aquello destinado a perdurar) lo suficientemente potente como para reorganizar nuestro pensamiento, nuestro sentir y nuestro deseo en una constelación distinta que dé lugar a sentidos y expectativas de existencia nuevos. Probablemente tal nueva configuración cultural se esté gestando ahora mismo, en el nuevo marco global de relaciones que supone internet, y será moldeada por la fuerza tremendamente disruptiva de la inteligencia artificial, así como por las inimaginables posibilidades a las que nos abran la cibernética, la capacidad de “edición humana” brindada por la bioingeniería, y otras tecnologías trans- o post-humanistas; pero lo cierto es que no tenemos todavía la distancia histórica para verlo con suficiente claridad. Entretanto, y aunque todo está cambiando con apabullante celeridad, seguimos siendo herederos de aquellas ideas dieciochescas y decimonónicas, de ese conflicto fundamental ‒heredero a su vez de otros‒ entre el Romanticismo y el Realismo, quizá en una fase aguda de decadencia, y sin duda embebido de elementos cronológicamente posteriores, y, pese a todo, aún vigente como “mapa sociocultural” que nos da un sistema de referencias y al que volvemos tras cada conmoción histórica, cuando todo parece fallar.
Teniendo todo esto en cuenta, y para rematar la tesis que proponía al empezar (la deformación histórica que se está haciendo, por parte de las corrientes teóricas que tienen la “hegemonía cultural”, de lo que fue el Romanticismo, para usarlo como chivo expiatorio que carga con culpas tanto propias como ajenas), he de añadir algo. Y es la paradoja de que quienes más demonizan al Romanticismo por su influjo funesto sobre la mentalidad actual, son precisamente quienes más reivindican una serie de elementos socioculturales que son la expresión más pura de lo romántico, siempre que no nos quedemos en los meros tópicos de “lo amoroso” o “sentimental”. Así, por ejemplo, el entusiasmo ante la creación de una comunidad nueva ‒cuando no de una nueva nación, que suele ser su concreción política‒, las aspiraciones revolucionarias ‒siempre coincidentes en que la “verdadera revolución” que llevará a la “emancipación real” todavía no ha sido hecha‒, la atención preferente a las identidades, la superioridad que se concede a lo simbólico y lo emocional frente a lo racional, etc. Éstas son características esenciales de lo romántico; de hecho, son las que sostienen otras mucho más coyunturales (y fáciles de “deconstruir”) que les sirven simplemente de fachada. Y por ello, las más despiadadas críticas al Romanticismo no pasan, por lo general, de ser meras obras de reforma en esa fachada del edificio, que no alteran para nada su estructura interna; sólo son nuevas formas de habitar, una y otra vez, el mismo inmueble.
Es el callejón sin salida al que llega quien quiere hacer una revolución social y/o política desde la impotencia, sin que venga requerida por las condiciones materiales de existencia, y por ello tiene que esforzarse en hacer pasar por gesta histórica lo que no deja de ser aquello de “cocear al león muerto”. Por ello, en un claro ejercicio de deshonestidad intelectual, tiene que destruir el nombre y la imagen del Romanticismo para saquear su trastienda teórica. En esto, desde luego, nada tiene que ver con las “actualizaciones” del Romanticismo, explícitamente cínicas y desengañadas, pero sinceras, como lo fue aquí en España la Generación del 98. Por lo que a mí respecta, traedme un solo (neo-, post-)romántico que lo sea de verdad y llevaos a todos sus “enterradores”. Hay algo mucho más noble y constructivo en la nostalgia de lo infinito ‒aun consciente de su imposibilidad‒ que en esa pose de desprecio incapaz de poner nada antropológicamente vinculante, incluso aunque fuera finito, en su lugar.
Por D+D Puche Díaz
Filosofía | 9-9-24
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