Materialismo e infinitud
El materialismo, en su acepción más básica y general, sostiene que sólo existen la materia (lo cual incluye, por supuesto, cualquier forma de energía y también el espacio-tiempo sin el cual no podría presentarse) y las relaciones entre elementos materiales. Desde este punto de vista, todo lo inmaterial o “espiritual” (alma, Dios, el más allá, etc.) son meras ficciones; a lo sumo, relaciones materiales hipostasiadas que se piensan erróneamente al margen de los componentes materiales de los que surgen. “Sustanciaciones”, por tanto, de lo que únicamente es una relación, que sólo así puede tomarse por algo inmaterial.
¿Qué ocurre, entonces, con lo ideal? ¿Qué ocurre con las entidades matemáticas, con los conceptos abstractos, con las leyes lógicas? ¿Qué tipo de realidad poseen, si es que poseen alguna? Desde la perspectiva materialista, se puede admitir su realidad en la medida en que son ‒una vez más‒ relaciones posibles entre elementos materiales; pero dicha realidad, por lo tanto, sólo se descubre en lo material y concreto. La universalidad siempre es abstracta; sólo lo material, particular, es real.
Ahora bien, aquí surge un problema al que, sin salir de este marco explicativo, difícilmente se le podrá dar solución, a saber: ¿cómo es que hay algo inmaterial que es anterior a la materia? Un materialista, por descontado, responderá que esta pregunta está mal planteada, que parte de un malentendido, pues ni hay nada inmaterial ni sería anterior a la materia, sino en todo caso algo dependiente de ella ‒y material, por tanto, en el fondo‒. Y, sin embargo, ¿cómo es que lo material (materia-energía, espacio-tiempo) se ciñe siempre a esas relaciones lógico-matemáticas? ¿Qué lo “obliga” a ajustarse a condiciones ideales, a “converger” con ellas? Alegar que las propias relaciones lógico-matemáticas se “extraen” de lo material, al margen de lo cual no tendrían sentido, no es sino aplazar el problema o cambiarle el nombre, pues, de nuevo, ¿qué hay en la materialidad que la haga comportarse siempre del mismo modo, invariablemente? Por tanto, ¿cuál es el estatus ontológico de esas relaciones, que no son materiales en sí mismas, sino anteriores a la propia materialidad? Porque podemos concebir aquéllas sin ésta, pero no a la inversa; y ello por más que, ciertamente, sólo lleguemos a concebirlas, en nuestro desarrollo cognitivo ‒tanto filogenético como ontogenético‒, gracias a esta última, que hace “despertar” nuestro intelecto precisamente para trascenderla.
Todo procedimentalismo o constructivismo sólo es una forma muy sofisticada de dar rodeos operacionales (praxis teórica) a la inevitable cuestión intelectual (teoría pura, que encuentra su territorio autónomo más allá de aquéllos) de la necesidad y universalidad de esas relaciones a priori. Y entiéndase esto bien, porque no hablo ya de su absoluta certeza en cuanto relaciones abstractas (el problema de la fundamentación de la lógica y las matemáticas, bastante complejo ya de por sí), sino de las condiciones de correspondencia puras del ser con la legalidad a la que está sujeto, que nunca podrán ser halladas inductivamente ‒y no importa lo “ingenuo” (directo) o “elaborado” (indirecto) que sea el procedimiento para hacerlo.
Es por ello preciso pensar en una coyunda ontológica, una anterioridad a las partes ‒que sólo son tales desde el punto de vista de nuestra finitud y limitación‒ que denomino “transjetividad”: pues el basamento de lo real no es ni la objetividad en sí (realismo) ni mucho menos la subjetividad (psiquismo), sino un tercero del que ambas participan (y la conciencia, además, participa de la materia, por lo que pasa por una doble mediación). Esto es, no hará falta decirlo, lo que el idealismo alemán (Fichte, Schelling, Hegel) trató de comprender, “lo absoluto” en que quiso internarse, y que considero esencial repensar hoy en día a la luz de la distancia histórica que nos separa y de la experiencia teórica acumulada desde entonces. Lo transjetivo no es algo material ‒como no es psíquico‒, y esto quiere decir que no es, ni puede ser, nada particular y concreto. Sólo por ello puede ser el soporte ontológico de lo universal y abstracto y además garantizar la convergencia de la realidad y lo ideal ‒y de lo psíquico con ambos‒. Pero si no es material (ni, por tanto, particular y concreto), y es la condición de posibilidad de lo universal y abstracto (por tanto, tampoco es esto), entonces ¿qué es lo transjetivo? Y la única respuesta posible es que es lo indeterminado, algo más allá e independiente de toda determinación, y con ella, de todo límite y de toda posibilidad de descripción positiva. Se trata de algo que no es “sustancia” ‒y por ello determinable‒, que no es la próte hýle abstraída de la forma y concreción, ni siquiera el ápeiron de Anaximandro, sino precedente y posibilitador de la propia sustancia, de la “materialidad en sí”. Algo así sólo puede ser pensado, ciertamente, como lo absoluto idealista, o tal vez como lo trascendental kantiano ‒y más tarde fenomenológico‒ desprovisto de sus topes espaciotemporales, o como la res infinita cartesiana, ontológicamente previa y garantía de la realidad de la res cogitans y la res extensa, así como garantía gnoseológica de la correspondencia de ambas («Pues lo mismo es ser pensado y ser», decía Parménides).
No debemos plantear una innecesaria pluralidad de principios o elementos, nos recuerda el principio de reducción metodológica que tan buenos resultados ha dado a la ciencia; y es así, cómo no, para el trabajo analítico, para el conocimiento de la realidad que, frente al recorrido inacabable por la serie de los fenómenos, obliga a reducir el número de objetos teóricos involucrados si se quiere llegar a un conocimiento efectivo de aquéllos. Sin embargo, el trabajo que va en sentido opuesto, el de fundamentación última del saber (tarea de la reflexión), obliga a una ampliación de nuestros objetos teóricos. No para añadir un “objeto” más, propiamente hablando ‒que nos llevaría, por otro lado, al problema del “tercer hombre”‒, sino para pensar las condiciones de posibilidad del darse y de la inteligibilidad de cualquier objeto en general.
Y el traspasamiento de lo finito en que nunca encontraremos tales condiciones (en el que todo saber parece, en última instancia, des-fundamentarse) nos lleva a la indeterminación de lo transjetivo, esto es, a la infinitud, a la carencia de límites y atributos, de particularidades que permitan ofrecer una definición ‒y, por supuesto, tampoco es lícito hablar de “determinaciones en grado sumo”, etc.‒. Es “algo” de lo cual solamente podemos decir, por vía negativa, i) que “lo hay”, que no es un concepto o abstracción de nuestra mente; ii) que “produce” un resultado, o sea, que no es estático ni inerte; y iii) que es “intensional”, es decir, que no está sujeto al espacio-tiempo, porque éstos son (las) formas de (la) materialidad, y buscamos sus condiciones de posibilidad, el principio que las precede: una infinitud, por consiguiente, no extensional (no hay nada fuera de su interioridad) ni en el espacio ni en el tiempo, sino más bien una intensión en cuya absoluta inmanencia todo acaece, en la que el Todo acaece. Sólo así puede ser pensado con fertilidad heurística y consistencia racional semejante fundamento último de lo real y del propio pensamiento.
Por D+D Puche Díaz
Filosofía | 19-10-24
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