Como decía en unas recientes anotaciones sobre el genuino sentido del Romanticismo ‒tan injustamente vapuleado hoy por los que ni lo han leído‒, hay algo muy lúcido en esta corriente a propósito de los obstáculos a una racionalización plena de la humanidad que ningún nivel cultural ni sistema educativo serán probablemente capaces de superar jamás. Retomo ahora la cuestión justo donde la dejé entonces.
Nuestra existencia colectiva ‒pero ello se prolonga en la individual‒ se estratifica en tres niveles, cada uno con determinaciones específicas, de los que depende el perpetuo drama, el conflicto constitutivo que define la condición humana. Y debemos reconocer ese antagonismo entre partes si queremos tener unas expectativas claras y realistas de futuro, así como de encauzarlo en la mejor dirección posible. Pues, en efecto, lo atávico e irracional va a estar siempre ahí acechándonos, y asumir este hecho, en vez de negar nuestra naturaleza ‒como hace hoy en día el culturalismo reinante‒, es la mejor forma de mantenerlo bajo un relativo control. La estratificación interna a la que hago referencia no es una mera división estática, sino una tensión dinámica que atraviesa lo social y lo psíquico, manifestándose a lo largo de la historia de diferentes modos, pero remitiendo siempre a una misma estructura esencialmente fracturada. Esta tripartición, lejos de ser un simple esquema analítico, es la clave para comprender e intervenir conscientemente en ese drama que protagonizamos. Se trata de tres partes de las que dependen, respectivamente, el bienestar material, el deber moral, y el sentido existencial ‒y con él, más que con el anterior, la propia felicidad‒; y lo más importante de todo es que cada una de ellas está enfrentada a las otras dos en un auténtico “trilema” vital. No obstante, es crucial mostrar las condiciones teóricas (esto sería trabajo de la filosofía, como su realización práctica lo sería de la política) de compatibilidad de las tres, con el fin de unificar coherentemente esas tres “direcciones vitales” que de suyo marchan por vías divergentes. Todo esto lo detallo en mi libro Topología del mundo. Naturaleza, antroposistemas y racionalidad; pero ahora sólo quiero centrarme en algunos aspectos muy concretos. Sin embargo, lo voy a exponer aquí de otro modo, retomando la exposición y las expresiones de las que me serví en aquellas anotaciones acerca del Romanticismo. Y así, muy sucintamente, esos segmentos o espesores de nuestra existencia son los siguientes:
a) El primero, en el centro de esta división, es el de lo mundano (el “mundo de la vida”), un ámbito material y profano que se corresponde con lo que llamo “antroposistemas”, o sea, las diferentes culturas en su diversidad local e histórica, pero con una serie de rasgos comunes a todas ellas. Aquí la vida humana se manifiesta en sus formas más tangibles: sistemas productivos y distributivos, división y jerarquías, así como las relaciones sociales y la autorrepresentación dependientes de todo ello. Este terreno de lo empírico y concreto es el objeto de estudio de la ecosofía, que busca comprender (con el apoyo de las ciencias naturales y sociales) la compleja interrelación, siempre adaptativa, entre la humanidad y su entorno. Éste es el espacio donde se tejen las redes comunitarias, donde se construyen las identidades y se desenvuelven las costumbres y conductas que nos anclan a la realidad; es el escenario en que el ser humano actúa día a día, en su cotidianidad, afrontando los desafíos de la supervivencia y la convivencia. Pero este mundo de la vida no es, ni mucho menos, un espacio autónomo: es un campo de batalla incesantemente sometido a la influencia y la pugna de dos fuerzas polares, dos extremos que se disputan el espíritu humano.
b) En uno de los extremos se encuentra el ámbito de lo celeste (u “olímpico”), donde reinan lo ideal, lo racional, lo diferenciado y perfectamente expresable mediante conceptos. Un territorio de claridad y armonía, el propio del pensamiento lógico y su aspiración a la verdad. De éste depende el empeño de la Ilustración (se llame como se llame en cada época) de construir teóricamente un orden racional del mundo desprovisto de toda superstición (particularismo e irracionalidad) y, en consonancia con ello, una ética universal que sólo sobre esta base podría sostenerse. Este territorio de la racionalidad es el objeto de estudio de la ideosofía, que busca desentrañar las estructuras del pensamiento puro, las categorías que nos permiten organizar y comprender la realidad. Una dimensión de lo humano que nos impele a la superación de lo meramente material, en favor de un orden lógico que confiera corrección y coherencia a la existencia.
c) En el otro extremo, y en confrontación radical con lo celeste, encontramos el ámbito de lo telúrico (o “titánico”), donde rigen lo natural, lo animal e instintivo, lo indiferenciado que escapa a cualquier conceptualización que pretenda agotarlo. Es un territorio de oscuridad, primitivismo y caos donde no hay lugar para la lógica, sino únicamente para la vivencia irracional e inmediata, pura sensación e impulso orgánico. Es aquí donde hallamos los anhelos expresivos y antiilustrados del Romanticismo (que también ha tenido diferentes manifestaciones históricas), que se alía con el pensamiento mítico en su rebelión contra la frialdad de la razón, para celebrar lo intuitivo y emocional. Objeto de estudio de la arqueosofía, que bucea en las profundidades de lo arcaico y primordial para comprender las raíces más oscuras y poderosas del comportamiento humano, lo telúrico es la memoria perenne de nuestra inevitable condición biológica, sujeta a pulsiones que la razón a menudo no puede domesticar. Es la fuente de nuestra maravillosa creatividad, pero también de impulsos tribales, territoriales y violentos.
La vida humana se encuentra así inexorablemente desgarrada entre estos dos extremos de lo celeste y lo telúrico, con lo mundano atrapado en el medio y estableciendo alianzas provisionales con uno u otro según intereses siempre cambiantes. La antigua definición del ser humano como “animal racional” cobra un nuevo significado a la luz de esto, mostrando un doble antagonismo constituyente, un irremediable vaivén entre geometrías variables que hace imposible cualquier estado definitivamente estable. Realmente, es un conflicto teológico, el que hay entre la aspiración humana a dos formas de divinidad, no en el sentido moral de una “divinidad buena” y otra “mala”, sino más bien como una que nos llama a ascender a un orden empíreo y otra que nos tienta con sumergirnos en las profundidades de lo inframundano (e, insisto, esto al margen de toda valoración, hecha ya desde un extremo u otro). Este trilema, esta tensión permanente entre el impulso hacia la luz de la razón o la atracción hacia la oscuridad pulsional, siempre en relación con las condiciones materiales e históricas de existencia, define nuestro más hondo dolor existencial, una herida ‒una esencia contradictoria‒ que ningún remedio puede restañar durante demasiado tiempo.
Nuestra historia es el testimonio de este conflicto. A veces, la humanidad se ha inclinado hacia lo olímpico, construyendo grandes sistemas intelectuales y políticos con la esperanza de alcanzar un orden perfecto. En otros momentos, ha sucumbido a lo titánico, abrazando el caos, la irracionalidad y la destrucción como expresiones de una verdad inconfesable. Esto es lo que el Romanticismo (después prolongado en el vitalismo, el psicoanálisis, el existencialismo, etc.) supo ver y afrontar con lucidez y honestidad, y por eso no podemos caer hoy en esas absurdas simplificaciones que quieren cargarlo con culpas totalmente ajenas a su discurso. Lo vean como lo vean los rousseaunianos que hoy ostentan la “supremacía moral” en los circuitos intelectuales y educativos, el mundo es el campo de batalla donde estas dos fuerzas se enfrentan, y la cultura, en todas sus manifestaciones, es el resultado de su infatigable guerra.
El ser humano no es ni puramente racional ni puramente instintivo, sino un ser fracturado que vive en la aflicción de su propia escisión, condenado a buscar un equilibrio que nunca alcanzará plenamente (si bien, entretanto, ha dado lugar a sus más grandes frutos). Ésta es a la par la fuente de nuestra creatividad y de nuestra destructividad; el motor de nuestro desarrollo y el principal motivo de nuestro sufrimiento. La tragedia, por tanto, como bien supieron ver los románticos ‒siguiendo en esto a los griegos‒, no es un evento externo y sobrevenido, tal vez evitable, sino una condición interna, el eco de la escisión que nos define.
Por D+D Puche Díaz
Filosofía | 2-9-25
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