Naufragios




   Enrique está en la barra del bar, sobre la que apoya los codos mientras mira fijamente cómo se funde el hielo de su vaso, más o menos como su vida se funde en el tiempo, disolviéndose hasta resultar indiscernible de todo lo que la rodea; convirtiéndose en algo que, al llegar a su final, será como si nunca hubiera existido. De vez en cuando levanta los ojos hacia el camarero, que le dice algo que no le interesa; él asiente perezosamente, y hasta sonríe haciendo un esfuerzo: ni a Enrique le importa lo que le dice el camarero, ni a éste hablar con él, sólo lo hace porque considera que dar palique es parte de su trabajo. A veces Enrique mira distraído a su alrededor, para encontrarse con personajes que parecen espejos en los que se ve reflejado; gente abúlica y solitaria como él, que espera en un bar a que la jornada se extinga, caída ya la noche. Hacen tiempo allí, a ver si el día pasa de una vez, en lugar de verlo perecer a solas, o en la triste compañía de sus casas, donde lo que verían extinguirse lentamente son sus propias vidas. Cuanto más retrasan el momento inevitable de enfrentarse al frío de un hogar vacío o anodino, de un hogar sin hogar, tanto mejor.

   Remueve el vaso y el cubito de hielo superviviente entrega su último aliento. A la luz oscura de la barra, el whisky se ve oleaginoso. Un sorbo y otra mirada indiferente a su alrededor, panorámica, cubriendo todo el espectro humano allí congregado. Ése está evitando regresar a casa, se dice Enrique; huye del amargo reencuentro, tras una larga jornada de trabajo, con una mujer y unos hijos que se hastían los unos a los otros, que están hartos de compartir techo y cuyo proyecto de vida en común hace años que se convirtió en una eterna repetición insufrible. Aquella otra no tiene ni siquiera eso; el vicio y la adicción traslucen en su rostro, probablemente es ludópata y se deja todo el sueldo, quizá una pensión por invalidez del 33%, en las tragaperras. Tuvo una relación fallida hace veinte años, que le salió mal, y desde entonces ha tirado su vida por la borda por un ridículo despecho autodestructivo. El de más allá, el que ahora charla con el camarero al fondo de la barra, intenta consolarse por algo, aunque aquí no lo conseguirá: los impuestos asfixian su pequeño negocio, que camina inevitablemente hacia la ruina, o su equipo de fútbol ‒tiene cara de ser del Atleti‒ ha sido eliminado de alguna competición, y ese drama existencial supera a cualquier otro de su propia vida.

   Un excelente muestrario humano, piensa; perfecto escaparate del fracaso. Cualesquiera de ésas podrían ser sus historias sin ningún problema. Son intercambiables entre sí, de hecho. Todas las historias, en el fondo, son la misma: “ojalá mi vida fuera otra”. Y si no, sencillamente, no hay historia, tan sólo algo tan banal que nadie querría escucharlo. Todo tiene que ser triste y patético, todo tiene que ser tragicómico, sencillamente para que haya algo que contar, para que la vida no sea el más cruel aburrimiento. Sólo el dolor nos salva del aburrimiento total y absoluto. Eso sí que sería el verdadero infierno. En lugar de él, tenemos este purgatorio. Historias. Sólo hay historias. Cada una es una penitencia. Historias…

   Claro está, puede que piense así porque él se dedica a crear historias. Su sesgo profesional lo lleva a proyectar constantemente lo que él mismo hace. ¿Quién sabe lo que es verdad y lo que no, al margen del modo en que nos los contamos a nosotros mismos?

   Otro trago al whisky, que ya se acaba. Queda el último trago, el más triste.

   Son todos unos fracasados, qué coño; pero yo tengo el mérito de ser el más fracasado de todos. Son unos perdedores, porque en una competición de perdedores perderían ante mí. No me llegan a la suela de los zapatos. Yo soy el Gran Perdedor.

   Y en su mente, convenientemente entumecida por ese tercer whisky, se reproduce el montaje enloquecido de una película, la película de sus últimos días, la narración de su error fatal y las consecuencias del mismo; esa filmación en la que un jarrón cae a cámara lenta, y parece que va a tardar mucho en estallar contra el suelo, y que su destrucción es todavía evitable; esa toma en la que la imaginación y la memoria alimentan la mayor ilusión de los seres humanos, a saber, que la caída del jarrón podría dar marcha atrás, rebobinarse, de modo que viéramos los pedazos rotos del jarrón unirse de nuevo, recomponer la figura ya desaparecida y ascender de nuevo hasta el borde de la mesa en que estaba, burlándose de la gravedad, o lo que es igual: del tiempo, el peor enemigo, el que todo lo aniquila. Pero es un sueño, obviamente, y nunca ocurrirá; es el tiempo el que se burla de nosotros, el dios sardónico que tiene siempre la última palabra. De no ser por el tiempo, nosotros seríamos dioses, piensa Enrique, y seguramente piensa bien.

   De no ser por el tiempo, no habría historias. Sólo eternidad en la que no ocurre nada. Paz. Paz y tedio. ¿Merecería la pena? ¿Merece la pena esto otro?

El camarero lo mira mientras seca un vaso con un trapo, y Enrique se siente juzgado. Él lo sabe, tiene que saberlo; los camareros son expertos en eso, zoólogos de este submundo: sabe que él es el mayor perdedor de todos los que están allí, de ese concurso de perdedores. Pero ¿no debería un buen camarero, en cuanto confesor ecuménico, evitar eso? ¿Ahorrarle esa sensación? ¿Es que no puede hacer nada para evitar que se sienta tan mal? Sí, quizá una cosa.

   Le hace un gesto con la barbilla y mira su vaso vacío. El camarero le devuelve una mirada condescendiente, una mirada que dice claramente que ya lleva de más, pero que allá él, que es su vida y que la ahogue como quiera.

   Tengo que ganar a todos estos otros perdedores. Tengo que demostrarles que soy todavía peor que ellos, que aún les queda mucho por caer.

   Y bebe. Bebe ése y otro más, porque no se le nota tan borracho como realmente está, y el camarero se lo sirve con cierta resignación. Y naufraga; naufraga por dentro y por fuera, no tanto para evadirse como para castigarse. Siempre ha habido un cierto gozo en la mortificación.

   Así, finalmente, logra nublar su juicio hasta llegar a una conclusión errónea. La conclusión que, siendo todavía una premisa, lo trajo al bar; el pensamiento del que debía huir, y que ahora lo ha alcanzado. Todo se ha dado la vuelta, está del revés, y su derrota es al fin completa. Ciertamente, es el Gran Perdedor. El dios del Fracaso debería nombrarlo su profeta.

   Voy a llamar a Sofía. Esto todavía puede arreglarse. Tengo que conseguir que me perdone. Lo entenderá; seguro que termina por entenderlo. Cometer errores es humano. Voy a pasear un poco, me serenaré lo suficiente, y la llamaré. Es tarde, pero mejor no dejarlo para mañana. Seguro que lo comprende. Es más, puede que incluso esté esperando mi llamada.





Por D+D Puche Díaz

Literatura | 4-7-23


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