Rutina y experiencias




Podemos considerar que la preferencia entre seguir fielmente una rutina cotidiana o buscar experiencias nuevas señala dos tipos de mentalidad que caracterizan a dos tipos diferentes de personas. En función de esta división, se le daría más peso en la vida a) a los hábitos fuertemente arraigados, en los que la repetición desempeña un papel crucial, lo cual revela una visión cíclica de la existencia que constituye un cierto “refugio” frente al mundo; o, por el contrario, b) a las vivencias inéditas, de las que se espera recibir estímulos, lo que indica una visión lineal de la vida que necesita algún tipo de “motivación” para enfrentarse a las cosas. Si la primera conlleva un ideal, implícito o explícito, de perfección en lo que se hace (hasta el punto de que podemos considerarla “obsesiva” en sus quehaceres y, con frecuencia, “ensimismada”), la segunda implica un ideal de cambio en el día a día (bajo el riesgo, en caso contrario, de encontrarse “aburrida”, por lo que requiere volcarse en la “exterioridad” para combatir ese estado de ánimo). La primera tiende a degenerar en estados de neurosis, y suele estar más asociada también, en casos extremos, a la psicosis ‒aquí entran en juego otros factores biopsíquicos, desde luego, pero esa correlación se da‒; la segunda, en cambio, tiende a degenerar en estados depresivos. Ambos extremos patológicos, podría decirse, son exacerbaciones de cada modo de ser fundamental.

 

Es de señalar que la segunda de estas actitudes básicas resulta claramente favorecida por el sistema socioeconómico de nuestra época, volcado en la oferta de “experiencias” como algo perfectamente consumible, tanto como cualquier otro bien de mercado. Es cierto que dicho sistema también aprovecha comercialmente las oportunidades que concede la primera actitud, fácilmente explotable en forma de recompensas psíquicas que se asocian a sus bucles de repetición de conducta para generar fuertes adicciones; pero, aun así, hay una clara predilección por la búsqueda de experiencias inéditas como el “modelo a seguir” que se favorece sistémicamente, mientras que la preferencia por la repetición de lo rutinario ofrece menores posibilidades al mercado ‒ante todo porque se conforma con lo que ya tiene, en vez de anhelar lo que todavía no‒, y por ello éste tiende a evaluarla como algo “a corregir”, o incluso “curar”, frente a la otra disposición, a la que encuentra “funcional” y “sana”. Esto crea un desequilibrio entre el valor sociocultural (que depende estrechamente de las valoraciones económicas) de ambas actitudes que puede llegar a ser peligroso, como lo es toda falta de equilibrio entre disposiciones fundamentales humanas, pues termina extendiéndose a otros ámbitos ‒como el político, por ejemplo‒ y produciendo consecuencias poco deseables. Por ello, una cuestión muy pertinente acerca del modo en que entendemos la libertad hoy en día sería: ¿cómo desatar del mercado la segunda actitud vital y, a la vez, revalorizar socialmente la primera? ¿Es esto posible, de hecho, en un marco capitalista para el que todo es un producto de consumo, hasta la vida misma? No obstante, esto es colateral a lo que quería destacar aquí.

 

Y ello es que ambos tipos de “mentalidad” son el reflejo en la psique individual de lo que realmente son dos “direcciones socioculturales” anteriores a ella; dos formas de relación del ser humano con la realidad, a través del mundo ‒esto es, de una densa red de mediaciones simbólicas‒, que nos sitúan en ella y orientan nuestra actividad como especie. De ahí que tengan un enorme calado desde el punto de vista de la antropología filosófica, y de ahí también que su manipulación y condicionamiento mercantil pueda llegar a constituir un peligro para nosotros. Podríamos hablar, desde dicho punto de vista, y en relación con aquéllas, de a) una tendencia al origen, y por tanto regresiva, retrospectiva, que aspira a una suerte de “eternidad” y, en consecuencia, se caracteriza por una resistencia frente al mundo vigente; o, por el contrario, de b) una tendencia a ocuparse del presente, de la constante transformación de las condiciones dadas, y por ello mismo una tendencia adaptativa, implicada en el mundo. En suma, una predisposición hacia la conservación frente a otra hacia el desarrollo; la primera es un “eco” del ser en nosotros, mientras que la segunda lo es del devenir. Esta doble predisposición psicosocial no coincide plenamente con el espectro ideológico cuyos extremos abstractos son el “conservadurismo” y el “progresismo”, en el cual intervienen varias otras modulaciones sociohistóricas; pero, en gran medida, sin duda le sirve de base. Ambas tendencias políticas denuestan por lo general a la opuesta, y creen que podrían llegar a existir, cada una de ellas, sin el contrapeso de la otra (propensión totalitaria). Pero las dos son antropológicamente necesarias y se complementan; no podría haber “mundo” sin el conflicto ‒y los pactos periódicos‒ entre lo actual y lo antiguo, lo celeste y lo telúrico, lo olímpico y lo titánico; entre los “dioses nuevos” y los “dioses viejos”.

 

Pues, mucho más allá de ser dos tipos de mentalidad, son dos formas de anclaje a una realidad ‒el “asunto” de la filosofía‒ de la que sólo arañamos la superficie, las cuales nos remiten a algo más esencial y profundo; algo que escapa a la objetividad científica porque sólo se nos puede revelar a través de nuestra propia subjetividad constituyente, y ello en la medida en que ésta es anterior a toda objetivación experimental; algo que, sin embargo, se nos permite vislumbrar en el conflicto entre primitivismo y modernidad.




Por D+D Puche Díaz

Filosofía | 2-3-24


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