Sobre los relativismos



Incluso desde las ciencias naturales, o “duras”, se insiste en subrayar el carácter relativo del conocimiento científico. En efecto, para la ciencia no hay hechos incuestionables ni verdades absolutas; al contrario, todo es provisional y está sujeto a revisión. La ciencia siempre constituye un “estado actual” del conocimiento, sin que quepa hablar de un estado ganado definitivamente, con relación al cual se pueda tener certeza apodíctica alguna. Hablar en tales términos se considera “metafísica”, y esto, como sabemos, no es algo muy halagador proviniendo de un científico.

Muy bien. Sin embargo, esto del “relativismo” no debe confundirnos. Porque es lo que usan torticeramente muchos enemigos del conocimiento, a saber, defensores del irracionalismo, vendehúmos paracientíficos, telepredicadores, etc., para justificar que la ciencia es una forma de “opinión” que vale tanto como la suya. Y esto no es lo más grave, en realidad, porque el negacionismo científico que ha dado pie al paradigma de la “posverdad” tiene una base política y mediática (conformada por partidos políticos, lobbies y grupos de comunicación de tendencia ultraconservadora) que no podría llegar hasta donde lo ha hecho sin la coartada proporcionada por el mundo académico y cultural; éste ha contribuido no menos que aquélla a socavar las bases sociológicas de aceptación de la ciencia. Y lo irónico del caso es que éste es netamente “progresista”… aunque no haya nada menos progresista que oponerse al estricto rigor de la ciencia.

En efecto, son los sectores ideológicos hegemónicos en las ciencias sociales y humanas (o “blandas”), las cuales a su vez dominan dicho mundo académico y cultural desde hace más de medio siglo, los que se aprovechan de forma espuria de ese estado siempre provisional y revisable de la ciencia. Gracias a él justifican una tesis a la que, por lo general, nunca quieren llamar “relativismo” (como suelen rechazar con aspavientos la etiqueta de “posmodernismo”), pero que es lo que todo el mundo entiende claramente como relativismo, con todas sus consecuencias (que la mayor parte de las veces, en un alarde de incongruencia, sus adalides pretenden escamotear). Ahora bien, si se puede llamar “relativas” a las ciencias naturales, desde luego, no es en el mismo sentido que las ciencias sociales y humanas que defienden dicha tesis, cometiendo un claro paralogismo a lo largo de sus argumentaciones. La tesis nunca se formula explícitamente, sino siempre mediante rodeos retóricos y toda clase de artificios lingüísticos, además de (paradójicas) apelaciones a la autoridad de autores ya sacralizados (Foucault, Lacan, Butler, etc.), cuya “cientificidad”, por cierto, ya es más que cuestionable; pero básicamente sostiene que no puede haber instancia objetiva alguna desde la cual sea posible determinar si MI discurso es falso, porque eso significaría ponerse ya en el punto de vista que aquello que mi discurso analiza/critica (esto es, la institución clínica, el capitalismo, el patriarcado, etc.), y ello TE convierte en intelectualmente reaccionario y/o en moralmente condenable. Esta tesis, evidentemente, más que una tesis es un puro sesgo cognitivo, que cimenta sus teorías. Y si ahora explicitamos su subtexto, para ver la relación con las ciencias naturales y la cuestión del “relativismo”, éste viene a decir: YO tengo que poder tener razón aunque mi discurso, lleno de arbitrariedades y voluntarismos, y a menudo puesto al servicio explícito del activismo político, choque frontalmente con el estado de conocimiento proporcionado por las ciencias naturales, que proporcionan ingentes cantidades de hechos en contra. Así pues, ÉSTAS tienen que ser tan relativas como cualquier otro discurso, para que MIS afirmaciones valgan tanto como cualesquiera otras. En pocas palabras: si consigo hacer dudar de la exactitud de las ciencias, entonces mi discurso podrá pasar por ciencia (es el caso del psicoanálisis, de gran parte de la antropología, la sociología y la psicología que se hace hoy en día, y de la práctica totalidad de los estudios culturales). Al fin y al cabo, es una “narrativa” entre otras.

Esto, por supuesto, es una barrabasada teórica. Los hechos científicos son siempre cuestionables, pero lo son como parte del trabajo inmanente de la propia disciplina, y no porque otros, desde fuera, los cuestionen por motivos extracientíficos (“no me convienen las consecuencias que tendría esta teoría si fuera cierta, y por tanto, esta teoría es capitalista/patriarcal/represiva/etc.”). Esta cuestión de la inmanencia, de hecho, distingue una verdadera ciencia de una pseudociencia (o pseudoteoría): la primera sólo puede ser cuestionada a partir de problemas en sus condiciones empíricas de verificabilidad y/o en su consistencia lógico-formal, problemas que por lo general sólo el especialista en la materia es capaz de encontrar, dada su complejidad y volumen de información acumulada; pero no puede ser cuestionada ‒no en términos epistemológicos aceptables‒ a partir de sociologismos o psicologismos baratos, o por motivos “ideológicos”, que sólo demuestran la mezcla de ignorancia manifiesta e intereses políticos de quien hace dicha crítica. En el fondo, este negacionismo científico ‒que lo es‒, si bien menos descarado y absurdo que el anterior, si bien más justificado y enmascarado tras capas de retórica, no es sustancialmente diferente de aquél. Unos niegan el Big Bang, la teoría de la evolución, el cambio climático o las vacunas, mientras que otros niegan la biología humana, la antropología, la neurociencia y la genética; si no del todo, al menos sí en la medida en que contradicen sus principios morales y políticos. Exactamente como los primeros.

Cómo no, hay grandes especialistas haciendo un trabajo muy serio y riguroso en las ciencias sociales y humanas; el problema es que a veces es extremadamente difícil distinguirlos, desde el interior de sus propias disciplinas, de acuerdo con criterios epistemológicos estrictos proporcionados por éstas ‒una vez más, la inmanencia‒, de los simples charlatanes y mercachifles de feria. No hay un criterio de exclusión de éstos, cuyos discursos pueden coincidir con los más fundamentados en forma de “discrepancias internas”; el mal relativismo, de hecho, consiste precisamente en esto (que no ocurre en las ciencias naturales, o es excepcional, porque sí existen esos criterios). Este relativismo, por descontado, no tiene nada que ver con el de las ciencias duras. Es un relativismo epistemológico puesto al servicio de un relativismo cultural y moral con el que se obliga a coincidir a la ciencia, aunque sea violentándola. Y pretender confundir ambos relativismos sólo contribuye a la degradación del tejido social que hoy vivimos. No la causa, claro; pero sí que la alimenta. Ese subtexto que hemos visto (“si mi discurso no puede aspirar al rigor de las ciencias, degradaré el rigor de las ciencias hasta adaptarse al mío”) supone un fanatismo epistemológico del que cualquiera que anteponga la objetividad a sus propios intereses particulares, esto es, cualquiera persona honesta, nunca será cómplice.



Por D. D. Puche

Filosofía | 30-06-21


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