Vivir la vida




Una opinión muy común es que una vida “aprovechada”, una vida “bien vivida”, es una llena de experiencias, de vivencias intensas; lo contrario supone desperdiciarla, haberla dejado pasar de balde. Tempus fugit, ya se sabe. Es éste un criterio que, además, nos permite diferenciar a la gente “interesante” de la “aburrida”, o sea, a quien vive de verdad la vida y a quien se contenta con un insulso sucedáneo sin emociones; a quien tiene experiencias que contar y a quien lleva una vida rutinaria y sin estímulos. De hecho, cabe plantear la fórmula de la “densidad vital”, entendida como la cantidad de las vivencias interesantes que se han tenido, en relación con la duración de la vida. Y esta “densidad vital” vendría a ser lo que, hoy en día, define el sentido de la vida, o lo que es igual ‒insisto, hoy en día‒: el valor de la vida. El aprovechamiento de la misma, su valor comparativo respecto de otras, radica en la cantidad de experiencias acumuladas dignas de ser contadas; lo contrario es el vacío, lo anodino, la vida malgastada y sin valor. Ésta sería, volviendo a los latinejos, la medida cuantitativa del carpe diem ‒frase tan repetida como, en cuanto a su significado original, mal entendida.

 

Con relación al paradigma de las experiencias notables, la más destacada es, sin duda, viajar. ¿Qué mejor? Conocer lugares y gentes, escapar de la rutina, ver el mundo, ampliar horizontes… No hay experiencia más interesante y enriquecedora. ¿Qué puede ser más estimulante, qué motiva más que estar siempre planificando el siguiente viaje, sin poder aguantar el momento de partir? ¿Hay forma más sugerente de vivir que estar permanentemente proyectando un futuro lleno de novedades y poniéndolo en práctica? Ésa es, incontestablemente, una vida plena, rica en experiencias.

 

Es un modo de plantearse la vida que a mí me seduce tanto como a cualquiera, claro está, pero… ¿en realidad es un modelo de vida plena, o más bien, paradójicamente, de una vacía? ¿No revela, de hecho, una insatisfacción permanente? ¿No es una vida que necesita salir de sí misma constantemente para hallar el sentido que no encuentra en lo cotidiano? Al fin y al cabo, todos los relatos, fotos y vídeos de las experiencias vividas no hacen más “interesante” a quien los comparte: suelen significar muy poco para los demás ‒por lo general aburren‒, y por término medio se reciben como demostraciones de presunción y narcisismo. Hay gente que no tiene nada que contar, aunque tenga mucho que decir. Y, por contra, se encuentra a gente que posee un “mundo interior” mucho más rico sin necesidad de nutrirlo constantemente con tales “experiencias”. Ciertamente, la existencia basada en la acumulación de éstas no deja de ser un ideal romántico ‒en el correcto sentido del término, no en el falso que le dan últimamente teorías de moda‒ de vida, con todas las características del mismo, o sea, las propias de la vida burguesa de la primera mitad del siglo XIX; un ideal del cual siguen nutriéndose nuestras metas, legitimidades e incluso fetiches. El de una vida constantemente renovada, original, rompedora, y a ser posible epatante (características que han quedado indeleblemente unidas, por cierto, a lo que entendemos por “arte”, por más que otras corrientes las hayan combatido). Pero este ideal de vida es, no nos engañemos, la pose de las clases acomodadas de entonces, por mucho que hoy se haya democratizado y convertido en el mercado de las “experiencias” sin las cuales la vida no tiene valor; lo cual, como ideal de vida sostenible y universalizable, no es sino una fantasía desiderativa moderna, como lo es en lo político ‒pero estrechamente unido a ella‒ el ideal de la “revolución” que todas las generaciones quieren hacer e incluso, en el culmen de la ingenuidad, creen que van a hacer. Ambas son formas inmanentes y efímeras (temporales) de la “trascendencia” que queda cuando se ha matado todo lo trascendente, esa ansia de eternidad de la que el ser humano no puede desprenderse; una forma de ex-tasis, ciertamente, o sea, de salir de la (de mi) vida, sentida como una prisión.

 

Al imperativo de vivir intensamente la vida, y de hacerlo además urgentemente ‒con la velocidad que dicta el mercado de las experiencias‒, le subyace la idea de que nuestro tiempo fugaz hay que llenarlo de vivencias. Esto se ve hoy como una obviedad, pero nunca fue tal hasta la Edad Contemporánea, marcada a fuego por el antropocentrismo, la secularización y la consiguiente “soledad absoluta” del ser humano, origen de tantos males psicosociales actuales. Antes, la vida fue siempre, desde el punto de vista de ese anhelo de vivencias nuevas, lo mismo que es actualmente la de los pobres que no pueden permitírselas y por ello mismo no suelen ni soñar a ellas: la repetición monótona del ciclo vital, con pequeñas satisfacciones ocasionales que bastan para darle sentido (las fiestas, los ritos de paso, las bodas y los nacimientos, etc.). Un sentido existencial, un modo de realización de la vida, que es, sin más, el antiguo y colectivo, el propio de nuestra especie ‒con firmes raíces filogenéticas‒, a diferencia del moderno (secular e individualista), que se aleja de la propia naturaleza humana. Este sentido moderno se caracteriza, en efecto, por un individualismo hedonista a corto plazo (la satisfacción “aquí y ahora”) que lo devora todo, que nos devora a nosotros mismos, causando numerosas patologías individuales y colectivas. Está marcado por un prurito de “progreso vital” absolutamente decimonónico ‒como el que vemos repetirse en tantos novelistas de ese siglo, los cuales plasman en sus obras los ideales de la burguesía ascendente‒, que afecta incluso a quienes critican con denuedo toda herencia “moderna”, “romántica”, “liberal”, etc. Pero es muy difícil sustraerse a aquello que, en el fondo, caracteriza nuestra edad histórica, y de lo cual está todo embebido. Lo crucial que, al final, en el lecho de muerte, ante la insultante brevedad de la vida, uno no tenga que arrepentirse de “no haber vivido”; si la existencia nos plantea una exigencia incuestionable, quizá incluso por encima de cualquier exigencia moral ‒tal vez fundamentando la propia moral‒, es que “hay que disfrutar de la vida”. ¿Puede algo ser más obvio que esto?

 

Y, sin embargo, lo cierto es que no, no es así; pues todo da igual. Y es que, una vez muerto, y ésa es la única certeza que nos aguarda, todas esas vivencias y recuerdos se perderán como si nunca hubieran existido, y nada habrá diferenciado ‒no una vez acabada‒ la “vida densa” de la que no lo fue. Nada, salvo dejar un recuerdo imperecedero, una huella indeleble en la memoria colectiva. Éste sí que ha sido un anhelo reiterado a lo largo de la historia, algo que parece anclado en la naturaleza humana, deseosa de una inmortalidad que sabe imposible como prolongación indefinida de una misma vida. De ahí la aspiración a la fama en la Antigüedad grecolatina, o al recuerdo en Dios en el mundo judeocristiano, o a la inmortalidad de la obra del artista o intelectual moderno. Pues, una vez extinguida nuestra subjetividad, sólo el resto objetivo que nos sobrevive puede dar sentido retrospectivo a la vida. Ésta es una enseñanza que la historia repite con insistencia, contra la pretensión contemporánea a la trascendencia del momento efímero (“mis vivencias”).

 

Obviamente, no todo el mundo puede aspirar a este ideal “perenne” ‒semejante “vida significativa” está reservada a unos pocos‒; de ahí la proliferación de sucedáneos para olvidarlo, las experiencias “únicas” e “irrepetibles”, las “aventuras” absolutamente estereotipadas que nos permiten fingir la “vida protagónica” que en realidad no tenemos (el querer ser otro en que consiste la vida contemporánea, alimentada por la cultura de masas y la publicidad). Pero no está menos aprovechada, no es menos “intensa”, la vida de quien está contento con lo que tiene y con lo que es, con lo modesto, cotidiano e interior. Con la sencillez y las pequeñas recompensas que conforman una “vida a secas”, o por decirlo de otro modo, lo “prehistórico” en el ser humano.





Por D+D Puche Díaz

Filosofía | 11-1-24


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