El destierro interior (IV)
No mandamos en nuestra propia
mente ni en nuestra propia vida…
EL DESTIERRO INTERIOR (IV)
Un relato de enajenación y fracaso
A los veinte minutos el ascensor bajó, se abrió la puerta y salió Xavi, vestido con ropa deportiva. Le cayó encima por sorpresa, atacándolo por la espalda, y lo apaleó salvajemente con el bate. El primer golpe en la cabeza lo tumbó; después siguió machacándolo, en el suelo, dándole en la espalda, en un costado y en las piernas hasta que oyó crujir varios huesos. De la cabeza manaba sangre, y no sabía si lo había matado. Moverse, no se movía, y Miguel Ángel no se paró a tomarle el pulso; no estaba allí para eso. Lo arrastró por los pies a las escaleras del subsótano donde él se había emboscado, asegurándose de que nadie pudiera verlo desde donde estaban los buzones y el ascensor; tardarían un buen rato en descubrirlo. Registró sus bolsillos, le quitó las llaves, y subió a su piso, frenético, con el corazón desbocado, anegado por el ambivalente sentimiento del miedo a ser cogido, por un lado, y del éxito en la revancha, por otro. Abrió frenéticamente todos los cajones de la cómoda del dormitorio, y las puertas del armario, en busca de ropa de mujer, hasta que encontró lo que debían de ser las pertenencias de Esther. Las metió en la mochila y salió de allí, bajando por la escalera para no detenerse ni un segundo en el rellano y que pudieran verlo. Cuando salió del portal, sin cruzarse con nadie y con la gorra bien calada, estaba tan eufórico como jamás lo había estado en la vida; aquella sensación de triunfo era el bálsamo más dulce que nunca hubiera probado.
Por primera vez en más de una semana se puso en contacto con Esther; ella no quería quedar, le ponía excusas, pero él le dijo que tenían que hablar, que era muy importante, y finalmente aceptó. Se vieron en el parque, donde Miguel Ángel esperó a Esther sentado sobre el respaldo de uno de los bancos de madera, con la mochila que había llevado adonde Xavi. Esther traía mala cara y caminaba despacio, con los brazos cruzados sobre el pecho, aunque cada dos por tres miraba el móvil, que llevaba en la mano; parecía distraída, preocupada. Pese a que Miguel Ángel no se había dejado ver durante días, todavía le quedaba amoratamiento e hinchazón en la cara, y cuando ella llegó a su lado y fue a darle dos besos, reparó en ello.
‒Hostias, tío, ¿qué te ha pasado en la cara?
‒Eh… nada, nada, no es nada, no te preocupes.
‒Pero ¿cómo que nada? ¿Y ese moratón? ¿Te han pegado?
‒Que no, que no, no te preocupes.
‒Joder… ¿Cómo te has hecho eso?
‒Que no es nada, de verdad, que es de un golpe que me di jugando al fútbol, que me comí un poste cuando iba a rematar.
Ella lo miró con escepticismo, sin creérselo en absoluto, y se sentó a su lado sobre el respaldo del banco.
‒Bueno… ‒se limitó a decir‒. En fin, ¿qué era eso tan importante que tenías que contarme?
‒Toma ‒contestó escuetamente, con cara de felicidad, ofreciéndole la mochila, cuya cremallera estaba ya abierta.
Ella la cogió, miró el interior y su expresión fue mudando lentamente. Comenzó a sacar prendas ‒todas ellas muy arrugadas, sin doblar bien‒ y a reconocerlas como propias como si fueran algo que llevaba años y años sin ver y le costara recordarlas.
‒He recuperado tus cosas ‒añadió Miguel Ángel sonriente, ansioso por ver su reacción.
‒Pero… pero… ¿qué has hecho? ¿Qué coño has hecho? ‒Esther parecía consternada‒. O sea, que no te ha pasado nada, ¿eh? Que tengas la cara así no tiene nada que ver con que yo lleve varios días recibiendo mensajes de Xavi diciendo que le he enviado a alguien a su casa y que me va a matar, ¿no? Te ha pegado él, ¿verdad? ¡Pues la próxima soy yo! ¿Pero cómo se te ocurre? ¿Cómo te atreves a hacer algo así? ¿Es que estás loco?
Según hablaba, Esther iba levantando más la voz, y se le saltaban las lágrimas; pero, al decir esto último, pareció darse cuenta de algo y de repente se calló, aunque siguió llorando y negando con la cabeza, furiosa. Estaba muerta de miedo. Miguel Ángel no entendía su reacción; ¿por qué se enfadaba con él de esa forma, si le había devuelto sus cosas? ¿Por qué no estaba alegre? ¿No era acaso lo que ella le había pedido?
‒No tienes que preocuparte de nada, Esther; esto ya está resuelto y no vas a ver más a ese mierda.
‒Pero ¿cómo no me voy a preocupar? ¿Tú sabes lo violento y lo vengativo que es Xavi? ¡Mírate la cara, joder! ¿Te imaginas lo que me va a hacer a mí cuando me pille?
‒No, no pienses en eso, ya no hay motivo. No te va a hacer nada más. Nunca. Ni te va a acosar más, ni se te volverá a acercar. Confía en mí. Está todo arreglado.
‒¿Arreglado? ¿Cómo?
‒Bueno, he hablado con él. Es verdad que se puso violento, sí. Me pegó, vale, esto me lo hizo él. Pero después volví a verle y atendió a razones. Y aquí están tus cosas, ¿no? ¿Cómo las iba a tener si no?
Ella pareció calmarse un poco.
‒Pero ¿y qué le has dicho para que cambie de idea?
‒Lo he convencido de que ya no tenía nada que hacer, de que estaba perdiendo el tiempo, y al final conseguí que cediera.
‒¿En serio?
‒En serio. Al final se quedó bien blandito. Ése no te vuelve a molestar, te doy mi palabra.
Esther, poco a poco, se serenó. Se enjugó las lágrimas y entonces le preguntó cómo estaban sus heridas. Con mucho cuidado, le acercó las yemas de los dedos al moratón de la cara y lo tocó con delicadez.
‒Ay, pobre, cómo estás por haberme ayudado. Joder, Miguel, ¿cómo voy a poder agradecerte esto?
‒Bueno… ya sabes…
‒Ya sé ¿qué?
‒Pues… lo que habíamos hablado. Aquella noche, cuando te acompañé a tu portal.
Ella, instintivamente, se apartó un poco de él.
‒No te entiendo, tío; no sé a qué te refieres…
Miguel Ángel balbució algo mientras en su percepción de la realidad se empezaban a abrir grietas como en un cristal roto. El mundo se alejaba de él a gran velocidad y no tenía a qué agarrarse para soportar el vértigo. No tenía a quién agarrarse.
‒Sí, coño, lo sabes perfectamente… ‒consiguió decir al fin‒. Me he tenido que enfrentar a tu ex y te he devuelto tus cosas. Vas a estar tranquila a partir de ahora. ¿Y yo me quedo como estoy?
‒Pero ¿qué quieres decir? De verdad, que no te…
‒¿No vas a salir conmigo?
Se hizo un silencio incomodísimo que duró varios segundos. Esther se quedó helada, con los ojos muy abiertos. Retrocedió un poco más de forma refleja, aunque estiró lentamente el brazo hacia él, puso la mano sobre el suyo e intentó sonreír amablemente. No le salió nada bien.
‒Miguel, no; eso no… no puede ser, mira… En ningún momento he querido yo darte a entender que…
‒Tú me pediste que lo hiciera. ¿Ahora te vas a desentender?
‒¿Que yo te pedí qué?
‒Que fuera adonde tu ex y recuperara tu ropa y arreglara las cosas.
‒¿Pero cuándo te he pedido yo eso? ¿Cómo te iba a pedir algo así?
‒Lo hiciste… Esa noche, me lo dijiste, lo insinuaste claramente.
‒¡No! ¡De verdad que no! ¿Pero en qué cabeza cabe…? ‒y entonces se detuvo, dándose de nuevo cuenta de algo, cada vez más asustada, y soltó su brazo‒. Miguel… oye… creo que voy a irme, ¿vale? Escucha, aquí ha habido un malentendido, ¿sabes? Hay algo que yo debí de decir y que tu no comprendiste bien. Pero yo nunca te pedí eso, ¿vale?
Miguel Ángel estiró su mano hacia ella, como para tocarla o cogerla. La reacción de Esther fue apartarse como con asco y se le escapó un ¡No! Él se quedó con la mano suspendida en el aire, como un títere congelado en el tiempo, con la mirada perdida. Ciertamente, en ese momento no comprendía nada.
‒Miguel, de verdad, por tu bien me parece que deberías volver ahora mismo a casa, con tu familia. Y te conviene ver a alguien cuanto antes, a un experto. No te veo nada bien. En serio, te lo digo como amiga, porque me preocupo por ti. Y ahora tengo que irme.
Se levantó y se fue, caminando muy deprisa por el camino de gravilla del parque, y echó alguna mirada de reojo hacia atrás para asegurarse de que no la seguía. En ese caso, hubiera salido corriendo y gritando en busca de auxilio; pero no fue necesario. Miguel Ángel también se levantó del banco y echó a andar en dirección contraria, errático a través de la hierba, hacia un grupo de árboles. El cristal seguía resquebrajándose en su cabeza. La realidad se alejaba de él cada vez más rápido, dejándolo abandonado y desecho en un páramo de frío y tinieblas. Estaba perdido y mareado; no sabía ni dónde se encontraba. Sentía una marea de dolor y vergüenza, aunque ya no sabía ni por qué. Sólo quería que esa sensación de vértigo pasara, pero iba a peor. Lo único que oía era un zumbido, un sonido como de moscas, asqueroso, que iba en aumento y parecía que fuera a hacerle estallar la cabeza.
Se abrazó a un árbol para soportar el vértigo y mantener la verticalidad. Pero no podía con ese zumbido que lo llenaba todo, ni con la niebla negra que se extendía por delante de sus párpados. Y empezó a golpearse la cabeza, cada vez con más fuerza, contra el tronco del árbol.
Fin del relato
Por D+D Puche Díaz
Literatura | 5-8-24
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