He de hacer algunas aclaraciones sobre una cuestión que ya traté, hace cosa de un año, en mi artículo Materialismo e infinitud. El problema es que no termina de entenderse, y esto ocurre incluso entre los “profesionales de la filosofía”, la relación profunda entre el materialismo y el idealismo ‒más allá de señalar su simple “antagonismo teórico”‒; y esa comprensión deficiente, no por casualidad, suele estar al servicio de una postura intelectualmente sesgada que, por supuesto, es la que cada cual defiende.
Así ocurrió en gran medida con la crítica del “pensamiento francés” o “postestructuralista” a la fenomenología trascendental ‒crítica que se retrotrae a todo el idealismo precedente, mostrando un especial encono contra Hegel‒ de la que procedían muchos de sus integrantes; y así ocurre también con el “nuevo realismo” que, en su particular ajuste de cuentas con dicho posmodernismo, se desliza con gran facilidad hacia el extremo opuesto, sin dejar por ello de compartir con él una imagen muy distorsionada de lo que fue el idealismo (la principal diferencia es que los primeros pretendían superarlo, mientras que los segundos consideran que aquéllos son realmente la forma más exacerbada de idealismo). Por lo demás, este realismo renovado habitualmente presume de ser él mismo una superación del materialismo, que considera no menos “metafísico” que el idealismo. Quizá la filosofía debería aspirar a ser menos iconoclasta y original de lo que son o han sido estas corrientes y, en lugar de ello, proponerse más rigor y honestidad; desde luego, si en épocas venideras ha de recuperar el papel sociocultural que tuvo en otras anteriores, sólo será así: reconociendo su genuina relación con la tradición filosófica y con la tan maltratada metafísica, y abandonando esa actitud tan “rompedora” que a duras penas disimula la intención de vender un producto en el tan competitivo y saturado mercado académico y editorial.
Lo que sostengo aquí, en breve escorzo, es lo siguiente: para la postura materialista ‒que ahora se le atribuye sobre todo a “cientifistas trasnochados”‒, la realidad consiste exclusivamente en materia y relaciones entre elementos materiales, lo cual quiere decir, además, que lo real es siempre cuantificable, expresable en términos discontinuos y determinables entre los que se dan ciertas proporciones perfectamente calculables. (Esto puede no parecer inherente a la noción misma de materialismo, pero, si éste es congruente y va hasta sus últimas consecuencias, sin duda se ve obligado a reconocerlo.) Ciertamente, algunas de esas relaciones entre elementos materiales pueden estar extremadamente mediadas, hasta el punto de que se “pierde el hilo” de su origen y llegan a parecer relaciones ideales ‒y hasta sustancias, cuando se asume la propia relación como una unidad independiente‒. Pero, desde la óptica materialista, siempre será posible reducirlas a sus elementos invariablemente materiales; nada puede colarse en la realidad que no lo sea. De modo que aquello que constituye el sustrato mismo del idealismo, lo que Hegel llamaba el “espíritu” (y otros autores el Yo, el alma, el absoluto, Dios, etc.), no sería más que eso: relaciones materiales hipostasiadas, dislocadas de su nicho ontológico originario, mucho más humilde; pero siempre, en el fondo, simples expresiones de la legalidad natural (y esto significa material) que lo rige todo sin excepción. Lo que pasa es que en este punto, precisamente donde el materialismo cree haber resuelto el problema metafísico por antonomasia ‒el de la fundamentación de lo real‒, es de hecho donde empieza el verdadero problema.
Normalmente se asume la pugna entre el materialismo y el idealismo como la contraposición entre una postura teórica que toma la materia como el determinante último y otra que tiene por tal a la conciencia. Por lo tanto, una concepción objetiva de la realidad, que remite el ser a lo “inanimado”, frente a otra subjetiva, que lo encuentra precisamente en el “ánima” (alma, yoidad, etc.), en lo psíquico, pero entendido comúnmente en un sentido trascendental, esto es, que rebasa (trasciende) la mera “biología mental” del individuo para elevarse a una consideración ontológica y/o gnoseológica de alcance universal. Ahora bien, justo en lo tocante a semejante “conciencia” del idealismo ‒especialmente en torno a este carácter “trascendental”‒, surge una importante confusión que enreda por completo el debate en términos que lo opacan e impiden ver cuál es el auténtico motivo del litigio. La causa de ello (e, insisto, esto le ocurre incluso a “filósofos profesionales”, algunos de los cuales han erigido sobre ello las más banales críticas, por no decir disparatadas) es que se malinterpreta el idealismo y, a partir de ahí, toda contraposición en que se lo introduce se torna un pseudodilema que nos obliga a escoger entre falsos extremos.
Es típico decir que, según el materialismo, la materia determina la conciencia, mientras que, para el idealismo, es la conciencia la que determina la materia. Y lo que ocurre es que, en el caso del idealismo ‒luego volvemos sobre el problema del materialismo‒, esto no es así; tal cosa no la ha sostenido ningún idealista sensato, ni tan siquiera Berkeley, quien defendió su forma más extrema. Ciertamente, la conciencia no hace la realidad (como no la hacen la “cultura” ni el “lenguaje”, al modo de los malos derivados actuales del idealismo), lo cual no sería sino una forma psicótica de la misma; lo que sí hace es hallar lo inteligible en ella, o sea, las relaciones a priori que rigen todo cuanto ocurre. En esto consisten, en última instancia, la res infinita cartesiana de la que depende la res extensa, el Dios berkeleyano del que depende su inmaterial mundo perceptivo, o lo trascendental kantiano de lo que depende lo fenoménico. Así pues, el tan frecuente error radica en trastocar lo psíquico, sólo a través de lo cual se puede descubrir lo ideal, con lo ideal mismo, y consecuentemente en atribuir al primero las características del segundo. De este modo quedamos atrapados en una concepción animista de la realidad que da lugar a toda clase de malentendidos y origina subproductos teóricos tan nefastos como lo son el mecanicismo o el determinismo biológico para el materialismo.
Entonces, la cuestión, bien formulada, no es si la materia es anterior a la conciencia o la conciencia anterior a la materia; es, más bien, si lo inteligible es anterior a la materia o la materia anterior a lo inteligible. Dicho de otro modo: si lo ideal determina lo objetivo o lo objetivo determina lo ideal; pero en ningún caso deben identificarse lo inteligible (o ideal) y la conciencia (o lo subjetivo, psíquico), que es condición de su descubrimiento (gnoseológica), pero no de su ser (ontológica). De modo que la oposición real entre idealismo y materialismo consiste en afirmar la primacía absoluta de lo inteligible o de la materia, respectivamente; y, en cualquiera de ambos casos, si no queremos caer en mistificaciones espiritualistas ‒que tienen más de religioso que de científico‒, la materia es anterior a la conciencia, que no podría existir siquiera sin el soporte que le brinda la primera.
El problema del materialismo es que no puede dar cuenta de sí mismo, esto es, fundamentar su propia legalidad originariamente, para lo cual requiere de lo inteligible; en contrapartida, el idealismo, directamente instalado en éste, sí puede hacerlo, pero lo que no puede es cubrir la distancia infinita (el salto ontológico) que aleja dicho fundamento de la génesis de esa multiplicidad inagotable de fenómenos, incuestionablemente materiales, que componen lo real. Es lo que le sucedía a Descartes ‒y después de él, con diferentes aproximaciones al problema, a todos los idealistas‒, que podía llegar reflexivamente de la res cogitans a la res infinita, en su empeño de fundamentación absoluta de la realidad, pero luego no podía escapar del solipsismo al que este procedimiento lo condenaba, para así regresar a la res extensa de la cual, al fin y al cabo, quería establecer las condiciones del conocimiento apodíctico. Sin embargo, el movimiento teórico “ascendente” o metafísico (hacia los primeros principios) ha de ser compatible con el “descendente” o físico (hacia la diversidad real); por ello, una vez señalado este habitual malentendido acerca del idealismo, el siguiente paso a dar es trabajar en la articulación de ambas direcciones intelectuales en una única teoría completa y consistente. O, lo que es igual, la articulación de idealismo y materialismo ‒como dos momentos teóricos interdependientes‒ a la que llamo “ideomaterialismo”.
Por D+D Puche Díaz
Filosofía | 16-11-25
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